Necesitamos herramientas para responder a las fascistadas que oímos cada día en nuestro entorno. Pero no somos evangelizadorxs, ni queremos matar a base de zascas a nuestrxs vecinxs que no son racistas pero. Y ¿cómo hacemos entonces? Solución: 42
Aquí cada cual tiene su corazoncito que tiembla, enferma y se inflama cada vez que le llega un comentario nazi, fascista, machista o simplemente cuñadista. Cuando viene de lejos, a través de la tele, de las redes sociales o de la megafonía de una misa, no hay problema: agitamos los brazos, cerramos los puños, abrimos mucho los ojos, gritamos eslóganes. Podríamos hasta escupir en el suelo con desprecio y romper una botella de cristal imaginaria. Eso es fácil. Lo difícil es actuar, es decir, intervenir, cuando quien profiere algún comentario odioso —desde nuestro punto de vista— es alguien cercano: la frutera, el vecino de abajo, la presidenta de la comunidad de vecinas, la madre de tu colega, el técnico de lavadoras rotas.
Ese chiste sobre mujeres terroríficas y maridos vengadores. Esa afirmación de que menores extranjerxs se han quedado con el piso de protección oficial de la prima de tu vecino. Esa historia del rumano que robó tanto en el metro de Madrid que se compró un castillo en Transilvania. Eso de que las personas migrantes, con ayudas fantásticas, viven mejor que las nacidas en el país de las torrijas. Esa máxima de que toda la culpa es de las personas pobres, que se gastan la paguita en un plasma en vez de en cursos de inglés. Quien no trabaja es porque no quiere… Frases que nos compungen —del bello verbo compungir— y nos provocan en el estómago lo mismo que dos hamburguesas dobles con queso sintético de un Burguer MacKing cualquiera. Seguro que tenemos miles de respuestas, bien argumentadas, que podríamos soltar de carrerilla para entrar en la batalla dialéctica, dar dos de izquierdas, un gancho y un mordisco en la oreja derecha —metafóricamente hablando, pues somos gente de paz casi siempre, casi, más o menos, a veces, tú me entiendes—. Podríamos aportar bibliografía de tercero de Sociología, un artículo que leímos hace dos años, los datos del Instituto Nacional de Estadística, letras de la Polla Records o un sermón racional rojipardo sacado de Twitter o de un libro de Foucault. Y deseamos, en lo más hondo, que nuestrx contrincante en el ring verbal quede humilladx y convencidx, o, si no, por lo menos, se dé media vuelta ante nuestra gran sabiduría irrefutable. Pero.
Pero en La Cúpula andamos con mucho escrúpulo últimamente y creemos que entrar en estos combates con gente cercana, más que enmendar la situación, la empeora. Sobre todo si no lo hacemos con tacto, pensando en las relaciones sociales palpables, en el intercambio de torrijas, en el préstame una cebolla, en el te lo pago mañana que me he dejado la cartera en casa de mi tía cuando fui a llevarle una fiambrera con…
Bien podríamos apuntarnos a una asociación de consumo de gente afín, trabajar con gente afín, tener un propio autobús para gente afín, un instrumento de medición de gente afín y, finalmente, fundar Afinilandia, a imagen del Estado de Israel, en un paraje afín y lo suficientemente virgen como Nueva Zelanda. Pero preferimos habitar este mundo que tocamos y olemos, sin pasarnos de jipi, que tampoco hace falta. Sin repartir lecciones a cada hereje que se nos acerque. Y sobre todo, sin caer en la condescendencia del calla, facha, que tú, por desgracia, no has estudiado este tema y yo sí, y por eso te suelto este discurso del cual no vas a entender una mierda y que te servirá básicamente para odiarme un poco más.
A menudo, preferimos callar, a veces por vergüenza y otras, para no violentar el ambiente; no querríamos que la vecina deje de recogernos la ropa de la azotea cuando llueva. Nos disgustaría que nuestro cuñado se vaya del restaurante sin haber pagado su parte. Cuánto nos desagradaría que la tita Manuela dejara de invitarnos a las barbacoas familiares. Pero «quien calla, otorga», nos han dicho ya varias películas.
Así que, tras mucho debatir, llegamos a la conclusión de que sí, tenemos que responder y además, ser coherentes (¿superiores?, oh, no, cuidadín) con nuestra moral. Y, ¿cómo se hace eso, sin que hiervan las cabezas, sin que nos salgan sarpullidos, sin que mueran hadas del bosque? Pues como le decían a nuestro autoestopista galáctico favorito: el sentido de la vida es 42.
Es decir, ante cualquier comentario execrable, evitaremos la lógica del enfrentamiento, poniendo en el mapa los cerros de Úbeda. Que nos hablan de la paguita que se gasta la otra en una tele gigante y no en estudiar idiomas, pues le soltamos que mucha gente se compra televisores grandes, precisamente, para hacer cursillos de inglés gratis con el programa That’s English y ver el Sálvame en versión original y leer bien los subtítulos. Que nos cuentan el rollo de que al primo de alguien le quitaron su VPO para meter a tres africanxs, les decimos que bien podría haber montado un piso turístico para alemanxs librepensadorxs y amantes de los impuestos. Que nos taladran con la historia de que las personas migrantes y presas viven como monarcas, les animamos a que se saquen la nacionalidad ugandesa, que insulten al rey y que entren en el talego sin mayor dilación, que no entraña ninguna dificultad; que lo complicado es sacarse la nacionalidad española y luego salir de prisión sin insultar a nadie.
Creemos que nuestra técnica es factible, infalible y reutilizable para cualquier tipo de conversación de componente facha. Deberíamos hacer un manual, en forma de memes y vídeos cortos para llegar a un público más amplio, joven y maleable. Pero mientras nos volvemos a sentar a discutir sobre cómo llevar a cabo esta magna obra os dejamos la siguiente oración. Así vais haciendo cuerpo:
Patrón nuestro, que estás en los rascacielos, / santificado sea tu nombre / venga a nosotros tu empleo. / Hágase tu voluntad así en la empresa como en el Parlamento. / El salario nuestro de cada mes dánosle hoy / y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos tus incumplimientos / del contrato y del convenio. / Y no nos dejes caer en el paro / más líbranos de la falta de competitividad, / Amén.