Desde una parte de la izquierda se ve con recelo cualquier forma de hacer política que se salga del canon tradicional. Sobre todo si implica disfrute y humor. Porque la política, como todos sabemos, es una cosa muy seria.
Decía un señor muy de izquierdas hace poco en una columna: «La élite prefiere a una clase obrera estereotipada, permeable al credo neoliberal —a la hipersexualización y el individualismo—. Más parecida a la Zowi que a las Tribade».
Voy a empezar con el trap porque este tema me toca la moral, pero esta visión canónica que nos marca la berdadera hizquierda™ de lo que es política y cómo debe hacerse me da pa rajar por fascículos hasta que el capitalismo implosione por sus contradicciones varias.
Según el señor X, la Zowi es obrera pero no de las buenas. Aunque se declare feminista y haya chavalas que lleven pancartas con letras de sus canciones a las manifestaciones del 8M. A ver, el discurso que propone en sus canciones da lugar a mil debates, como la defensa de la sexualización de manera voluntaria o la apropiación del término puta (que también usó Despentes, por otro lado, pero ella escribe y eso es más serio). Podemos lanzarnos al fango sobre si la propuesta de la Zowi fomenta un empoderamiento individual y da cabida al feminismo liberal que se ampara en la libertad individual, pero no descartarla de un plumazo, porque lo que no es cuestionable es que hay generaciones que están haciendo política con ella y sus actuaciones.
Hay un plantel de señoros que tienen un catálogo de cuál es la política buena y cómo se hace. Para estos, está claro que no se puede hacer política si además meneas el culo con poca tela. A pesar de que Bad Gyal tuitee a favor del Sindicato de Manteros o de la PAH cada vez que se lo piden. O La Vendición (el sello de trap que publica a la Zowi, Yung Beef y Kaydy Cain, entre otras) hable de la importancia de la comunidad por encima de los beneficios mientras critica las cargas policiales en Cataluña o apoya el Black Lives Matter, reconociendo la deuda del trap con la música afromericana y asumiendo su deber de visibilizar y luchar contra el racismo.
Pero yo no venía aquí a defender la posibilidad del «perrea, pelea, perrea» (o no solo). Me sorprende a menudo cómo exigimos coherencia absoluta a los referentes culturales (sobre todo si provienen de la cultura de masas y otros ámbitos poco serios) pero obviamos cómo se los apropian los colectivos para hacer política con ellos. El hecho de clasificar y simplificar estos referentes deja de lado toda la complejidad de los procesos de apropiación de quién los recibe. No consumimos mensajes y nos los tragamos como píldoras en bloque. Nos quedamos con lo que nos gusta, lo reciclamos con nuestro bagaje, construimos en colectivo y desechamos lo que no nos cuadra. Cuando Khalessi se convierte en un icono feminista que puebla pancartas de las manifestaciones entendemos que no reivindicamos quemar ciudades llenas de inocentes, sino el poderío de ser la madre de los fucking dragones.
Sigo con los ejemplos, otro clásico del clan señoro patrio para seguir dándole al mambo: «Primero fue Operación Triunfo, luego Jorge Javier Vázquez y ahora el k-pop. Me pregunto qué pensaría George Orwell de quienes llaman antifascismo a ver mucha tele y trolear por redes», rebuzna, haciendo referencia al fenómeno de las fanes del k-pop coreano. Estos k-poppers se han organizado para colapsar una aplicación de la policía en la que pedían colaboración ciudadana para delatar a participantes en las movilizaciones de Black Live Matters enviando videos de sus ídolos bailando. Y sumando a su crítica a otros referentes de la cultura de masas que han hecho públicas reivindicaciones feministas (como en OT) o contra el fascismo (Jorge Javier desde Sálvame) desde dentro de la industria cultural capitalista. Está claro que necesitamos referentes e imaginarios propios generados desde los movimientos, pero estos pueden convivir con los que recibimos a diario desde la cultura de masas. De hecho, sería casi imposible que no lo hicieran.
El fandom (conjunto de fanes de alguna afición y su interrelación) como puerta de entrada al activismo político es un fenómeno nada raro (ahí están las investigaciones de Henry Jenkins) donde la construcción colectiva de los imaginarios es fundamental, pero sigue siendo acusado de poco
serio por la izquierda™. Obviamente, nadie dice que ver Star Wars o Sálvame equivalga a unirnos a la Resistencia pero la capacidad de estos referentes para ser usados como una suerte de código universal y llevar nuestros discursos más allá es bastante potente.
Y yo no puedo dejar de preguntarme si no funcionamos con un concepto muy testosterónico y calvinista de la política, que piensa que para hacer política hay que sufrir. Desde las filas del activismo más clásico se reniega a menudo de otras formas de acción o protesta más vinculada a lo lúdico: las manifestaciones con música y disfraces, las lecturas ideológicas de Star Wars y su uso en pancartas o memes. ¡Qué política van a hacer mujeres como Bad Gyal o la Zowi contoneándose medio en pelotas! No se entiende lo de hacer política a golpe de montajes virales, ni llenando los hilos de Vox de artistas de k-pop bailando, ni llevando pancartas irónicas con las que se harán selfies para petarlo en redes. Y repito mi mantra: lo material y lo simbólico están profundamente imbricados, representación y redistribución van de la mano.
Quizás lo que pasa es que no entendemos otras formas y antes de acercarnos con curiosidad nos sentimos más seguros minusvalorándolas. Política hecha con música sucia, con las tetas medio al aire, con memes, con performance. Política donde cabe el juego y pasarlo bien. Políticas de esas que a los militantes de pro les parecen tonterías posmodernas. «Así no vamos a cambiar el mundo» afirman desde su púlpito. Bueno, si seguimos siendo cuatro, tampoco, y si algo tienen estas otras formas, es la potencialidad de ampliar el discurso, atraer a gente y establecer alianzas. A mí, la verdad, a estas alturas, la pureza me aburre bastante.
Hemos convertido en fetiche los enfrentamientos policiales, la acción directa clandestina, las chapas duras con esdrújulas y las asambleas eternas a mayor gloria del orador. Pero ahí no caben las madres, ni los vejetes, ni la gente sin papeles, ni los introvertidos o las personas con problemas de salud mental, ni… Ahí solo caben los BBVA (blanco, burgués, varón, adulto, que decía la Orozco). Necesitamos espacios presenciales de debate y reflexión, y ninguna objeción a quitarle al Estado el monopolio de la violencia, pero las nuevas formas de activismo contienen muchos aprendizajes de los que necesitamos beber.
Como decía Zapata: «Si pensáis que un campo político se puede construir sin pasiones alegres, sin goce y sin ganas de salir adelante, creo que también estáis en un error». Necesitamos sumar y una participación política donde quepan todas. Así que si la política es un asunto serio, tenemos que seguir jugando.