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En manos del guerrero – EL TOPO
nº6 | desmontando mitos

En manos del guerrero

Lo más blando del mundo
vence a lo más duro.
La nada penetra donde no hay resquicio.
Por esto conozco la utilidad de la no-acción (…)

XLIII, Tao te King, Lao Tse
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El supremo Arte de la Guerra es someter al enemigo sin luchar.
El arte de la guerra, Sun Tzu

«Pawo» es una palabra tibetana usada para designar al guerrero. Significa, literalmente, persona valiente.

Parte de la filosofía budista considera que la valentía radica en ser quien unx es. En no tenerse miedo a sí mismx. Para ello, es necesario un profundo autoconocimiento, conectar cuerpo y mente y enfrentar de manera directa las adversidades. Es la conexión entre lo natural y espiritual lo que nos libera.

Estamos acostumbradxs a narraciones (novela, cine, televisión…) en las que un héroe se enfrenta a su mundo exterior y supera numerosos obstáculos para alcanzar su objeto de deseo. La superación de la hazaña no es más que una trama paralela. Lo verdaderamente importante, es el viaje —interno o externo— que debe hacer para superar estos obstáculos. El héroe ha de tomar decisiones para poder llegar a su destino. En el tránsito, se descubre, ya no es el mismo al regresar a casa: algo ha cambiado.

Ese es el camino del verdadero guerrero, del monje budista, del samurái, del chamán, de la mística o del asceta.

Un camino en el que a través de la meditación descubrimos cómo superar aquellos pensamientos que nos provocan malestar y actúan como obstáculo. El verdadero objeto de deseo del guerrero no es, según esta óptica, el reconocimiento de sus hazañas, sino el autoconocimiento. Dejar de buscar la satisfacción de las necesidades en lo externo y encontrar la paz en lo interno nos hace cambiar profundamente la perspectiva. Cambiar nosotrxs para que la situación cambie, y no viceversa.

Hablamos, en general, de guerreros y de héroes, en masculino y en singular, porque vivimos en una sociedad que simbólicamente se encuentra partida en dos: una mitad, valiente y guerrera, la otra, sumisa y generadora de vida.

¿Pero cómo puede existir tanta distancia entre el guerrero que lucha por conocerse y aquel que lo hace por destruir(se)?

Someter al enemigo sin luchar

El entramado discursivo del patriarcado ha conseguido durante siglos de difusión y expansión, que la única experiencia válida y universal sea la masculina. De esta manera, los hombres (aquellos que cumplen con el mandato de masculinidad hegemónica) se sienten el todo cuando en realidad, son una parte.

La experiencia y las miradas masculinas se tornan universales, convirtiendo el resto de experiencias humanas en la otredad1.

Una otredad silenciada, invisibilizada, paralizada en el tiempo: sometida sin luchar.

Para que esto suceda y parezca «natural» han hecho falta siglos de creación e imposición de relatos, discursos e imágenes sobre lo que son y lo que se espera de cada uno de los géneros.

Narraciones y productos discursivos (biológicos, médicos, jurídicos, culturales, etc.) han definido el mundo mediante un sistema binario y dicotómico: blanco o negro, hombre o mujer, razón o emoción, luz u oscuridad, guerreros o enemigos: los unos contra las otras. Definimos nuestra relación con el mundo y con los demás a través de la oposición.

La asociación de la masculinidad con valores que consideramos «positivos» como la fuerza, la valentía, la competitividad o el éxito suponen una carga pesada en los hombros de aquellos que no quieran o no puedan cumplir con el mandato hegemónico.

¿Cuántas veces hemos asistido a demostraciones públicas de prácticas sinsentido por parte de compañeros que intentaban demostrar que eran «verdaderos hombres»? ¿Quién no ha escuchado alguna vez de boca de familiares o amigos «eso es de niñas» o «los niños no lloran» para sancionar una conducta «extraña» de un niño que no cumple con el canon?

El sistema patriarcal se basa en la idea de autoridad y liderazgo del hombre. Y he aquí la trampa: si eres hombre, has de luchar para conseguir ese poder y ese liderazgo. ¿No es lo que todo hombre de verdad debería desear en su vida? En este punto, es donde el camino del guerrero chamánico se tuerce y no tiene vuelta atrás. El poder y el liderazgo se localizan fuera de uno, en el reconocimiento. El autoconocimiento como (auto) control sobre las situaciones pasa a un segundo plano.

Los niños son entrenados desde muy pequeños para ser aptos y competitivos en el dominio del espacio y de las habilidades instrumentales. Vulnerabilidad o torpeza son sinónimos de debilidad. Y estas cualidades si se poseen, cuestionan la esencia de la propia hombría. El reconocimiento por parte de los iguales (hombres) de que uno cumple con los valores asociados a lo masculino es el primer paso hacia el éxito obligado.

De este modo, todavía hoy se sigue esperando del hombre que sea quien tome parte en las guerras, lleve la iniciativa, quien se arriesgue llegando incluso al desprecio de su propia vida (cultura del riesgo), quien, presionado por cargas hercúleas entregue su tiempo al sistema productivo en infinitas jornadas laborales porque se siente y es responsable del sustento del núcleo familiar.

Exigencias que suponen de antemano para el varón, una serie de privilegios adquiridos, pero que sancionan duramente las identidades masculinas disidentes, condenándolas al cajón de la otredad: al del enemigo al que someten sin luchar.

Codicia, poder y muerte: la masculinidad como carácter que se opone a la vida

Uno de los mandatos de la masculinidad se centra en la obtención de éxito social. Es decir, el hombre normativo busca el reconocimiento de los otros, el poder a través de la desigualdad: lo obtiene de robarle el poder a otros.

Dice Alejandro Gándara en un artículo titulado Poder y caza mayor2 que las personas poderosas o con éxito (generalmente lo que conocemos hoy como pollaviejas: hombres, blancos, mayoritariamente ancianos y conservadores) buscan su satisfacción en cierta medida, a través de la tragedia ajena. No es casualidad que señores como Miguel Blesa, expresidente de Caja Madrid, disfrute tanto exhibiendo cadáveres de animales a los que acaba de matar.

Según Gándara, aquellos que gozan de la caza, lo hacen porque su estructura de carácter les hace carecer de empatía con la vida.

La muerte como diversión.

La masculinidad impuesta se forja emocionalmente en la tendencia 0. Se enseña a los niños a no sentir, a esconder o relativizar sus sentimientos, a demostrar continuamente que son aptos, que son los «más fuertes».

El binarismo ataca de nuevo, mientras lo femenino se define a través de la capacidad reproductiva (la vida), lo masculino es asociado a lo productivo, y eso, en una sociedad capitalista y patriarcal supone obtener poder robándole derechos a lxs otrxs. Esto es oponerse frontalmente a la vida. Es, encontrarse, sin duda, mucho más cerca de la muerte.

Construir la identidad masculina bajo esta premisa, me parece de lo más cruel. Estar en la obligación de tener que apartar los ojos de la vida —arriesgarse para demostrar ser el más capacitado— se me antoja una prisión inexpugnable.

Para ser considerado un «hombre de verdad» hay que estar terriblemente desconectado de las emociones, alejado lo más posible de su propia naturaleza —la humana— que es, por definición, pura paz y vida. Cambiar el pensamiento del hombre-guerra por el de guerrero-meditador proporciona otra forma de funcionar3.

Y esa transmutación, no solo libera al guerrero, sino que también libera a aquellxs que hasta ahora estaban en sus manos.

1 Utilizo el término «otredad» u «otros» para referirme a aquellos grupos sociales que se encuentran oprimidos por el sujeto de poder histórico: hombre, blanco, cis, hetero, burgués.

2 Elmundo.es, blog El escorpión, Alejandro Gándara, 9 de diciembre, 2013. http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/escorpion/2013/12/09/poder-y-caza-mayor.html

3 Jordi Casals, blog Date lo bueno¸ 11 de septiembre, 2014. http://datelobueno.com/por-que-puedo-dejar-de-pensar/

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