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De cigarros, mujeres fatales y terapias sin resolver – EL TOPO
nº2 | desmontando mitos

De cigarros, mujeres fatales y terapias sin resolver

Las mujeres damos mazo de miedo. Así en general, en la vida. ¿Sino por qué tanta insistencia en eso de que somos las «causantes de los males del mundo»? ¿No se talaron muchos bosques solo para poder quemarnos por brujas? ¿Por qué tanta energía derrochada en torno a nuestros úteros?

Somos una mala pesadilla. Como un grano en el culo de esos que duelen, pero que no puedes parar de tocarte, rascarte, explotarte… Y es que damos miedo, pero a la vez tenemos ese «yo no sé qué» que nos convierte automáticamente en las culpables de todas las gilipolleces cometidas por el De cigarros, mujeres fatales y terapias sin resolvermacherío de turno. ¿Por qué se lió parda en Troya? Por culpa de una tía. ¿Quién tuvo la culpa de que el Bautista se quedase sin cabeza? Ea, una niñata lasciva. ¿Por qué Bond casi pierde la licencia para matar? Por alguna guarrilla dedicada al espionaje. Suma y sigue.

El arquetipo de la femme fatale es algo tan antiguo como el génesis. Una idea tan viejuna que bostezo con solo pensarla, pero que planea por el imaginario colectivo como una sombra que distingue a los buenos de las malas. Pero también a las malas de las buenas. Y es que el patriarcado ha sabido rentabilizar como nadie aquello de divide y vencerás.

Frente a la madre y esposa sumisa y virginal encontramos a la amante indómita, estéril y libre que utiliza sus «armas de mujer» para generar el caos y la destrucción. Como guion para una nueva entrega de Marvel no tiene desperdicio, pero ¿de verdad esta división funciona todavía?

Si nos paramos a examinar los modelos estéticos y morales de mujer de finales del siglo XIX y los comparamos con las representaciones actuales, nos daremos cuenta de que hemos avanzado muy poquito, apenas un par de pasos. Cuanto más exigimos ser independientes económicamente, visibilizarnos en el espacio público o tomar nuestras propias decisiones, más «ángeles» en lencería desfilan por las pasarelas con cuerpos de preadolescentes malnutridas y más leyes se redactan intentando protegernos. ¿Protegernos de qué? ¿De que el poder nos haga libres?

Volvamos la vista hacia los pintores y escritores decadentes del fin de siècle. Aquellos que a través de sus obras consolidaron y difundieron el mito de la mala mujer, de esa mujer fatal que podía ser la ruina de todo hombre biempensante. Esa tía que da mazo de miedo, pero miedo del de verdad, porque nunca sabes de qué serías capaz si te cruzas de pronto con la mirada inteligente de una de estas lobas. Enciende un cigarro, cierra los ojos y… como en una especie de conjuro, ¡zas! Ahí tienes el mito de Carmen, Carmen la Cigarrera. Morena, lenguaraz, indómita, trabajadora, apenas cubiertos sus hombros por un mantón y con la flor en el pelo distintiva de su gremio.

¿Qué tenían las más de 6000 mujeres que trabajaban a destajo en la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla para que prohombres de todo el mundo se obsesionasen con su figura? La libertad. Y si una mujer libre hace temblar el badajo de muchos señores, imagínense seis mil.

El cuadro que se desplegó ante mi vista, me impresionó y me produjo temor, tres mil mujeres se hallaban sentadas en un vasto recinto abovedado, tres mil mujeres que clavaron sus ojos sobre mí, quedé avergonzado, confuso, pero supe aparentar cierto desembarazo (…).

Esta es la descripción que realiza uno de los personajes de la novela La hermana San Suplicio del escritor y crítico asturiano Palacio Valdés. A continuación, el personaje de Ceferino describe la sala de trabajo como un lugar asfixiante por el olor de las sustancias con que trabajaban, muy caluroso y en el que se podían encontrar cunas al lado de los puestos de trabajo de aquellas cigarreras que acudían con sus bebés. Un espacio ocupado y dominado por mujeres, en el que cualquier hombre ajeno a la empresa era considerado un intruso no deseado. Intruso al que miraban fijamente, humillaban verbalmente o sonrojaban lanzándole lisonjas impropias de una mujer honesta.

Se trataba por tanto de un colectivo de mujeres ocupando un espacio que no les correspondía, ganando dinero con sus propias manos, exponiendo sus torsos semidesnudos a causa de las temperaturas sofocantes y completamente ajenas a la moral que regía las vidas de los «ángeles del hogar» decimonónicos.

No es de extrañar entonces que al señor Mérimée, esto le generase un conflicto de alcance freudiano difícil de canalizar sin gastar una fortuna en terapia. Y aprovechando la onda «exotizante» a la que muchos escritores franceses se habían apuntado, localizó su novela en Andalucía, espacio misterioso y primitivo del imaginario de la época. Y como Prosper no se había mirado bien las «taritas», se le ocurrió imaginarse a una gitana que enarbola la bandera de la libertad a costa de la voluntad y buena intención de un pobre soldado indefenso ante los ojos grandes y brillantes de la cigarrera. Quizá porque sonaba más mítico o para justificar mediante culpa ajena las tonterías propias, ningún escritor reparó en su momento en que esa mirada oscura y profunda de las cigarreras se debía a una enfermedad oftalmológica causada por los tóxicos que manejaban en el proceso de liado de los cigarros y puros.

Y pobrecito el soldado que se vio abocado a la mala vida por el favor de una gitana, que hacía lo que le salía de su cavidad uterina, no se casaba con nadie y cometía delitos por gusto y por necesidad. Y por su culpa el pobre, ¡pobrecito!, exento de toda voluntad, se pone a robar, mentir y matar solo por rozar (sin saberse el único) los pechos de una fulana a la que termina asesinando por ser incapaz de dominar sus instintos más primarios.

Así que cuando las chicas Bond aparecen en la tele para engañar al prota, los anuncios de carísimos perfumes hacen apología de la violación, las modelos de pasarela no pasan de la talla 0 ni de los 18 años y los señores de traje y sotana se ponen a mezclar ovarios y rosarios, me da por imaginar que aquí hay mucho Edipo sin resolver y que siempre somos las mismas las que tenemos la culpa de todo. Cuando vuelva a escuchar eso de «no os podéis quejar» o «el feminismo ya no hace falta», me voy a encender un cigarro y voy a mirarle fijamente, a ver si con mis ojos azabache de mala mujer posmoderna consigo que más de uno tome el camino de la autodestrucción.

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