La corrupción acompaña al poder como la sombra al cuerpo. Alejandro Nieto Entre 2010 y 2011, Bélgica logró el récord mundial de país sin Gobierno: 541 días de parálisis, un año y medio de una inestabilidad teóricamente devastadora. Teniendo en cuenta que la economía política es un género literario disfrazado de ciencia, todo ocurrió al revés de lo predicho. La vida siguió sin gobierno y contra todo pronóstico, y basándonos en indicadores capita-listamente polarizados, Bélgica creció un 2% y el desempleo cayó del 8,2% al 6,7%.
Tras casi seis meses de Gobierno en funciones, en el Estado español la vida continúa y han sido los poderes políticos y financieros los que han mostrado su nerviosismo ante la posibilidad de que se encuentren resquicios que evidencien que la cosa no funciona. Las agencias de calificación ya han hecho veladas amenazas sobre una posible subida de la tan referida como desconocida prima de riesgo española. Los voceros de medios de comunicación y tertulias han lanzado su propaganda del miedo para intentar preservar los intereses a los que sirven. Amenazan con que el PIB se frenará y reclaman la constitución de un Ejecutivo que enderece el barco, en nombre de organismos internacionales, bancos de inversión, entidades financieras, patronales y grandes empresarios directamente interesados en que el PIB crezca. Se prevé una fuga de capital extranjero de 19 000 millones de euros que impedirá la creación, dicen, de un millón de puestos de trabajo. La bola de cristal está funcionando a toda máquina.
Por otro lado, en las redes sociales se escucha cierta algarabía de fondo sobre las virtudes de una hipotética situación de ingobernabilidad que frustre futuras subidas de impuestos, recortes en gastos sociales y cualquier medida austera a las que se vería abocado un potencial Gobierno. Sin embargo, ya se ha hecho pública la desviación del déficit del Estado de casi un punto durante 2015: 5,18% del PIB frente al 4,2% comprometido, más de 10 000 millones de euros que Bruselas pedirá escamotear a los derechos sociales y laborales.
La cuestión del desgobierno tiene sus más y sus menos, no crean. A quien busca recetas para arreglar lo que se conoce como España, la invocación a las fuerzas telúricas para formar un Gobierno «del cambio» parece que no le servirá de mucho. Cualquier Gobierno que pueda llegar a formarse ha sido despojado por el BCE de la posibilidad de acometer políticas monetarias propias: el pacto de estabilidad y el Tratado de Maastricht, voluntariamente incluidos en la Constitución, les limita la adopción de políticas fiscales expansivas y redistributivas; las vergonzosas políticas migratorias y el control de fronteras son decididas por la Comisión Europea y las intervenciones militares presentadas a la ciudadanía como actos de solidaridad son, en realidad, guerras neocolonialistas decididas por la OTAN en defensa de los intereses de las grandes corporaciones.
En esta coyuntura, se antoja oportuno plantearnos cuál es la utilidad de un Gobierno que actúe como correa de transmisión de los mandatos dictados desde los auténticos centros del poder: Fráncfort-Washington-Bruselas. En el caso español, además hay que añadir que un funcionamiento hipócrita y corrupto, tan enraizado en nuestra tradición católica, ha hecho del Estado un instrumento de depredación de lo público en provecho de las élites políticas y económicas. Supuestamente, el Estado suplanta la voluntad del pueblo, el Gobierno la voluntad del Estado y el partido la del Gobierno. Los partidos son la clave de bóveda del desgobierno de lo público. Unos partidos controlados por los poderes económicos, quienes se aseguran así la salvaguarda de sus intereses, y amparados por la inoperancia judicial, la ineficacia administrativa y una asombrosa tolerancia, comprensión y/o ceguera inducida por parte de la ciudadanía. Los partidos han secuestrado la democracia suplantando la voluntad de la ciudadanía y apropiándose de las instituciones del Estado, poniéndolas al servicio del IBEX 35.
En la teología católica, la corrupción es algo consustancial (ahora se llamaría sistémico), es decir, cuando alguien quiere algo, tiene que acudir a la virgen santísima intercesora de no sé qué, hay un santo para cada cosa y la salvación eterna se puede comprar con una bula. Esa lógica está tan interiorizada en nuestra cultura que nada tiene de particular que acudamos a Fulano para que nos resuelva un problema que tenemos en la Administración o que nos saltemos la cola de un ambulatorio acudiendo a una cuñada que es médica.
En este estado de cosas, nos preguntamos si en lugar de democracia no deberíamos estar hablando de cleptocracia y si a lo que llamamos Gobierno no lo deberíamos llamar Desgobierno. El teatro en el que, ahora aún más si cabe, se ha convertido la escena política institucional española permite sospechar de forma legítima que el poder es un instrumento para el beneficio personal del que lo ejerce o de los colectivos a los que defiende. Como eso no se puede decir, se envuelve en papeles de colores y banderas. Y en este contexto, el Estado, el bien común o el sacrificio por los demás son solo envoltorios.
La energía necesaria para hacer de esta catástrofe un momento fundacional y regenerador se ve entorpecida por la confusión y la impotencia generalizada. La desmovilización de la calle es palpable y no existen las condiciones necesarias de articulación de la sociedad civil para ir suplantando gradualmente los poderes del Estado. En este escenario, todo espacio que no cubre el Estado lo está cubriendo el mercado y esto se ha hecho más evidente desde la última ola de privatizaciones de servicios públicos.
El discurso anarcocapitalista de los conocidos como libertarianos, o libertarios de derecha, está teniendo una función central en las políticas, prácticas y valores emergentes de los últimos decenios. Se puede sintetizar en una palabra: privatización. Una privatización que se naturaliza y desborda el ámbito de lo empresarial, afectando a todas las esferas de la vida de las personas. Su objetivo es el bienestar económico individual que solo es posible en una situación de libertad económica absoluta. Exigen la ausencia de interferencias por parte de las instituciones a las que consideran coercitivas, aun cuando la connivencia actual entre estas y las grandes corporaciones es evidente. El Estado-nación, ya sea socialista, capitalista, capicomunista o socialdemócrata, es el enemigo común de una nueva élite financiera que, siguiendo algunos de los postulados de ese discurso, no le debe fidelidad a país alguno y tiene su dinero en paraísos fiscales. Y ahí está el reciente caso de los papeles de Panamá para ilustrarlo.
No existen recetas mágicas para gestionar la decadencia institucional del Estado-nación desde una perspectiva que ponga la vida en el centro de toda actividad humana. Lo que es evidente es que los poderosos empezaron a organizarse hace tiempo.
NOTA
Para indagar más en estas cuestiones, se recomienda la lectura de los libros El desgobierno de lo público de Alejandro Nieto y Cleptopía de Matt Taibi.