1. ¡Es mío!
Es con esa exclamación que suelen empezar los problemas.
Fue un cantaor de esos de solera que me dijo: «¿Enrique Morente? ¡Eso no es flamenco!»; y me dejó tieso. Pero claro, ¿dónde están los límites de algo que se da al aire, como es la música? Para este señor, la frontera no iba mucho más allá de Jerez, que es de la frontera, precisamente. «El Torta, Chocolate…» en fin, flamenco-flamenco; pero entonces lo de Morente… Y «el Porrina» es de Badajoz, y ahora Miguel Poveda, ¡catalán! Eso ya es casi extranjero, porque el flamenco es de Andalucía, que es nuestra. La tierra, no solo de vírgenes, semanas santas o castañuelas; sino del rock de Silvio, Fernando Quiñones, Rocío Molina. Y ya, salirse de Despeñaperros huele a malage, a siestas cortas, pronunciación correcta de la lengua del reino. En fin, que viva el mundo con nosotros dentro, pero aquí hay algo que es de aquí y punto; y a mucha honra somos rockeros, pero de Triana, de Cai, de Alameda, que es rock andalú, que la zeta nunca se ha pronunciado. Y es seña de identidad, porque hace falta, porque algo hay que tener en este vasto mundo, ¡es mío!
2. Efecto, lenguaje, vida.
El esquema se lo debo a Gonzalo García Abril y su artículo titulado «el efecto jazz». Ahí se denuncia que el jazz va siendo, cada vez más, un simple repertorio de efectos (suena jazzy). Y eso se puede trasladar al flamenco (suena flamenquito y con grasia), o a la pintura cubista (¡vaya diseño elegante el del logo del banco-bueno!). Estos efectos reconfortan y cumplen las expectativas, ya no estéticas (si la estética tiene aún algo que ver con la ética), sino de estatus, de mercado; colman la distinción necesaria para estar en el mundo del highbrow condescendiendo con los artistas lowbrow. Oír un blues de Bessie Smith y bajar el volumen para poder seguir discutiendo los precios.
Pero las músicas que tienen su origen en algo más profundo que lo que oímos han llegado a desarrollar un lenguaje propio, más allá del acento. Una gramática y vocabulario que yo puedo apropiarme para mis creaciones si profundizo y estudio; y ahí, por ejemplo, el rock andalú. Porque hay que conocer The Who o Led Zeppelin para hacer lo que «El Tele» con el de la Rosa, pero, si además conocemos Camden Town o los garitos de Liverpool, y hablamos inglés, pues mejor, porque eso… eso es suyo ¿no? Olrait, yeah, chicago, ¡beibe! Y todo empieza a tener algo más de sentido, y en el caso del jazz, hoy en día hay licenciaturas superiores de este estilo musical en muchos países; se puede decir que está totalmente academizado (ya son raros los músicos jóvenes que no pasan por ahí) y, aunque habría que ver la cara de Monk o de Louis Armstrong ante las tesis doctorales y los masters sobre su obra en el País Vasco o en Dinamarca; el caso es que se estudia en profundidad, con respeto a los textos (los discos) y se conforma una comunidad global que conoce el vocabulario y se entiende más allá de cualquier frontera geográfica. Las fronteras ya se ponen en otros sitios, más sutiles (eso no es jazz-jazz o eso no es flamenco-flamenco).
Pero más allá de eso, y con el rock habría que repensarlo un poco (¿no nace a la sombra del negocio desde el principio?), lenguajes como el del flamenco o el jazz, no son tan solo maneras de expresarse, sino que han sido, y aún son, formas de vida; constituyen toda una visión del mundo y una forma de posicionarse en él: los gestos del cuerpo, el trato de los géneros, la ropa, los juegos… Pero aquí vuelven las fronteras, porque mi vida es mía pero ¡ay! la palabra dicha, la música, van por el aire, ¡y hoy en día por internet! Y hay que reconocer apropiaciones que revierten en nuestras propias fronteras: de las músicas más españolas que pueden oírse, de la época de compositores nacionalistas, es ese Capricho Español escrito por un ruso: temprano ejemplo de uso del lenguaje fuera de la vivencia. Pero eso es lo lícito en asuntos de arte, porque de la nada no sale nada, y la curiosidad es lo que tiene. La cuestión es que no arranquemos el aura de Benjamin a base de efectos de superficie y que las gramáticas sigan evolucionando. Ya hay tocaores estupendos en Japón, expertos en metalófonos del Gamelán franceses y jazzistas puros (¿qué será eso?) daneses o andaluces, y ahí vamos.
Y 3. De la frontera.
Yo he estado en jams en muchos lugares del mundo. Recuerdo una en lejano oriente en la que, al saberse mi origen andaluz quisieron tocar un bolero (¿?). Existen referencias sonoras de todas las geografías, pero el mundo del jazz, su repertorio, su lenguaje, está en todas partes. De hecho, hay siempre una suerte de músicos que tocan, estudian (¿viven?) en «el estilo» sean de donde sean. Los hay en Lisboa, Amsterdam y Tokio. Pero, de repente, como músico, siempre te pica la curiosidad de qué folclor o de qué música se da en cada sitio y a ver cómo se hibrida con ese lenguaje ya academizado, ya asumido como asumimos la coca cola. Porque, por muchas razones prácticas (Bordieu dixit), el jazz ha sido siempre alentador de fecundísimas mezclas: con el caribe el latin-jazz, con Brasil la bossa-nova, etcétera.
En Andalucía, hace años que se toca jazz desde muchas ópticas y hoy goza de mucha salud gracias al tejido de asociaciones, proliferación de escuelas y festivales, público conocedor y curioso. Así, puede hablarse de un jazz andaluz, pero este no tiene un sonido propio, como no lo tiene el jazz japonés si lo circunscribimos a lo que sale de la isla nipona. Quizá (y para no herir a músicos andaluces de toda la vida pero que nada tienen que ver con hibridaciones, flamencuras, coplas o carnavales en clave de jazz) habría que decir flamenco-jazz y santas pascuas; o jazz-flamenco esperando que sean conmutativos. Que Jorge Pardo no es de aquí pero en todo el mundo se le asocia más a una playa de Almería que a otro sitio del reino. De modo que, de haber fronteras, son sonoras, temporales (¡qué palabra!) y aparecen y desaparecen en cada actuación; no sabes dónde ni cuándo podrás atravesar el border, hay que estar alerta.
Así como la flamencura de Sabicas es indiscutible, hay músicos andaluces que tocan swing «en el estilo» y se confundirían con cualquier norteamericano de NY. Pero es cierto que esos mismos músicos conocen qué significa tocar «por bulerías» o «por tanguillos» y, mal que bien, alguna vez se pasa por ahí porque ya son años desde los collages de Pedro Iturralde con Paco de Algeciras; el mismo que luego, como solo quería caminar, alentó a que ocurriera el boom de Chano Dominguez y sus secuaces, de los que se desprenden todos los corolarios que hoy hacen música con ese acento… ¿andalú?