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De cuando la música – EL TOPO
nº12 | farándulas

De cuando la música

Al principio debió ser un grito, o una pedrada. Pero había otras intenciones que quizá pasaban por los dioses y así los ritos: se nace, se muere, se menstrúa, llueve, florecen almendros; y con el tiempo, y dependiendo del lugar, el grito, la pedrada, se fueron sutilizando y utilizando para cada uno en particular. Ahora hay que controlar los silbidos de las cañas para el baño de la reina, o los manotazos a las calabazas para que llueva la virgen de la cueva; que a veces nos falta el sol y, entre otras cosas, nos sigue dando por cantar. Puede que tuviera razón Nietzche con lo de que la vida sin música sería un error.

En muchos lugares aún siguen los dioses, los ritos, los gritos y las pedradas metidos en una misma palabra; en otros se fueron diferenciando. Los herederos de la guerra de Troya comienzan olímpicos, libando vino, cantando cóleras, tañendo liras; y estos que deliran con sus flautas o sus cantos o sus tambores, empiezan a conformar un grupo especial de personas: músicxs, les llaman. Mueven el aire con herramientas extrañas o modulando la voz, de manera que el lenguaje se pierde en sus orígenes; y ese aire se nos cuela por los oídos, que ocurre que no tienen párpados. Y así, con sus artes pueden alentar a la guerra, emborrachar a las ménades, dormir a las fieras, aplacar a los dioses, fomentar cosechas. Pero para eso hay que cuidar esas artes, que se van sutilizando aún más, a medida que se van utilizando para las más peregrinas actividades humanas y cósmicas. Poco a poco se conforma el oficio y, tras topar con la iglesia y empolvar las ilustradas pelucas, comienza a perderse de vista el origen mágico y se cambia la magia por el pensamiento; las flores se disecan en museos de historia natural, los astros dependen de ellos mismos o de nuestra verdad matemática, que pretende ser una hasta que los posmodernos.

Y a la par que la historia o la ciencia con mayúsculas, emancipada de Dios, también con mayúsculas, aparecen lugares en los que la tradición de los bardos, de los maestros de capilla o de los magos, se academiza para que se grite o se apedree, se taña o se sople con criterios rigurosos con las artes que ya igual cumplen más de dos siglos de literatura a su alrededor. Por no hablar de la escritura de la propia música: ese empeño de agarrarla en un papel para que las generaciones se acerquen al pensar de esos nuevos druidas del sonido, los compositores, que se ceban en la quinta del sordo como paradigma del nuevo genio y se erigen como los nuevos y verdaderos filósofos.

Pero llegará el siglo veinte, cambalache con su babel de músicas y las técnicas de reproducción masiva. Se comerciará con las pedradas, con los gritos, porque se comercia con todo lo que humanamente existe; y al aparecer el disco microsurco, ese comercio se le irá de las manos al que sopla el clarinete o tañe el laúd. Y aparecen nuevos oficios, porque hay que grabar los discos, venderlos, transportarlos. Llegan los DJ con treinta siglos de paro atrasados, mánagers con mucho ánimo de lucro, agencias de viajes con rebajas para el extra-sit del violonchelo. Y estos, en dialéctica pirueta, reciclan a los músicos, que rehacen sus maneras para adaptarlas al nuevo formato o al público invisible de las radios o las estanterías de las tiendas. Y aún hay más: las técnicas de amplificación masiva, sin las que no hubiéramos podido disfrutar de las sutilezas de la guitarra de Paco de Lucía o de los pianísimos de Billie Holiday, impensables sin la invención del micrófono. ¡Qué hubiera sido de Hendrix sin las pastillas de su Stratocaster (y sin las de Hofman, por supuesto)!

Más o menos de este modo, llegamos al punto en que un tipo como el que esto escribe se ha visto como cansautor en chiringuitos de playa, pero corriendo que mañana eres florero sonoro en bodas, bautizos o comuniones. La próxima semana acompañas el baile en un teatro de ópera, para viajar nosecuantos kilómetros y tocar con tu compadre de toda la vida las canciones que se os ocurrieron que podrían cambiar el mundo; y los amigos que te citan para que les azuces a los paganos dioses de la lisergia en el rito del encuentro y hasta luego, nos vemos, que mañana tengo clases y hay que prepararles unas partituras a los chavales que quieren que toques en su fiesta aquella que hacías cuando fuiste estrella del rock ante miles de personas en un estadio de fútbol y la golosina de la fama, que te distrae de lo que te hacía soñar la quinta aquella del sordo aquel, no el español de la cuarta parca, sino el alemán cascarrabias que sacó la pelota del romanticismo al campo de los bufones, cómicos y saltimbanquis. Y en poco tiempo, los pobres, encuentran fácil la manera de leer y oír a los de las pelucas empolvadas y sucumbimos a los amores de Werther o las estrellas, pero entonces es Nueva York con la sobredosis de todo, y el esperanto se llama inglés y la música de las esferas está en los libros de armonía de Berkley. Se mezclan las metafísicas con los neones en un lío bárbaro. Los suburbios crean arte con mayúsculas, las gitanerías en los teatros japoneses y ahí andamos todos locos porque el mundo es tan.

Sin embargo, te quiero. Porque lo mismo en un rascacielos neoyorquino que encaramado a un sauce de Papúa, hay algo que sigue ahí: el grito, la pedrada, tienen un vínculo físico con el que golpea o canta que se mantiene intacto. Un hambre de dioses, de ritos que parte de mi cuerpo y se sacia en el tuyo. Aire de amor. Es una experiencia altamente recomendable y más accesible de lo que parece: dejar caer las manos en el marfil o darle tu aliento a un cuerno de oro, frotar tripas con crines de caballo, susurrarle a la muerte. Sentir que tu propio cuerpo mueve el aire, de manera que reír y llorar, ¡casi nada!

En todo caso, si sientes el prurito déjate llevar, cualquier sonido puede ser bueno y los dioses, los ritos, siguen ahí: en el bar, la moraga, el microteatro, a solas contigo. Y hay gente dispuesta a enseñar cómo dar los primeros pasos para sentir eso que debió sentir el del primer grito, ese que nos trajo las estrellas y nos salvó de la misma muerte. Yo probaría a ver qué, porque, hablando en serio, ese desvanecerse en el aire, ¡de verdad que da un gusto…!

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