Ya han comenzado los actos de conmemoración del V centenario de la primera vuelta al mundo, que se inició en el puerto de Sevilla en agosto de 1519 y concluyó tres años después en el de Sanlúcar de Barrameda, en Cádiz. Durante este próximo trienio las instituciones públicas y privadas desplegarán un sinfín de eventos para ensalzar la pionera aventura capitaneada, primero por Fernando de Magallanes, nacido en Sabrosa, Portugal y, después, por Juan Sebastián Elcano de Getaria, País Vasco, entonces parte del Reino de Castilla. La expedición también contó inicialmente con más de doscientos marineros de diferente origen y tan pioneros como los primeros, de las cuales casi nadie se acuerda.
En términos generales, haciendo caso omiso de la complejidad histórica y de sus implicaciones en la actual configuración del mundo, estos eventos se suelen enmarcar, lamentablemente, en una concepción romántica, heroica y patriótica de la historia. No hace falta ir muy lejos para recordar los fastos culturales llevados a cabo durante 1992, con evidentes sesgos de propaganda nacionalista, rememorando también la llegada de Cristóbal Colón a tierras americanas. Ahí están las polémicas que ya han empezado a aparecer en los medios de comunicación sobre la identidad nacional de los protagonistas o la titularidad patrimonial de aquella primera circunnavegación. De hecho, los Gobiernos español y portugués han tenido que firmar una especie de paz entre vecinos para poner fin a las ridículas desavenencias. Estas disquisiciones chauvinistas olvidan que, durante esos siglos, la adscripción al territorio fue totalmente relativa. Las monarquías feudales no estaban delimitadas por fronteras en el sentido clásico del término, sino por una imbricación de múltiples espacios constantemente unidos, desunidos y recombinados a través de guerras, conquistas o matrimonios.
Como nos recuerda el historiador y sociólogo Immanuel Wallerstein en su trilogía sobre el sistema-mundo y el origen de la economía-mundo capitalista, este sistema apareció con la crisis del feudalismo, motivada por la rivalidad económicomilitar imperante entre las monarquías absolutas. El choque entre ellas incentivó la asociación de las nuevas burguesías con las viejas aristocracias, apuntaló la acumulación y pavimentó la aparición del comercio global, con un carácter marcadamente expansivo y extractivista. De hecho, aquellos viajes de «descubrimientos» o «vueltas al mundo» se inscriben en el marco de un conjunto de grandes travesías marítimas y expediciones comerciales que durante los siglos XVI y XVII fortalecieron a las monarquías absolutas, después consolidaron a los Estados nación europeos que, a su vez, reconfiguraron los mapas de las colonias y abrieron el camino a un nuevo orden económico, el capitalismo, en el que predominaba la explotación de los recursos materiales y humanos de las colonias y, en menor media, el intercambio de bienes.
Cierta historiografía académica ha intentado demostrar que aquellos ciclos de expansión y de acumulación también se hicieron en nombre de un pretendido nuevo mundo más justo y civilizatorio, en teoría. De hecho, cuando se elude a los mutuos beneficios se olvida que la reciprocidad cultural se llevó a cabo más en beneficio de unos y en detrimento de otros, como ha ocurrido siempre en todos los procesos de conquista territorial y colonización imperial. No podemos olvidar que el inicio de la modernidad europea coincide precisamente con el comienzo de un largo periodo de explotación y de intensos procesos de segregación racial y discriminación social que han llegado hasta nuestros días.
Por tanto, no se trata de pedir perdón por lo ocurrido en la conquista de aquellas tierras —tal vez también haya que hacerlo—, como reclama el actual presidente de México, López Obrador, sino de ser capaces de pensar la historia de forma menos eurocéntrica y triunfalista, con mayor capacidad de abrir debates para acercarnos a las voces e inteligencias que reclaman su derecho a una memoria más justa para con las comunidades afectadas.
Hoy, dar la vuelta al mundo debería significar revolver los relatos hagiográficos de aquellos héroes, darle un vuelco a la propia historia de los descubrimientos para preguntarnos dónde y quiénes son las heroínas y los héroes del presente que merecen nuestra atención. Las actuales políticas racistas de los desarrollados Gobiernos occidentales contra las personas inmigrantes son la verdadera cara de esa modernidad eurocéntrica y colonial que no deja de ser más que la continuidad de aquel, como mínimo, imperfecto proyecto civilizatorio, por no decir de barbarie si tenemos en cuenta el cúmulo de disparates xenófobos que se están escuchando como la ocurrencia del PP de incluir en su programa una propuesta de «ley de apoyo a la maternidad» para que se puedan retrasar los trámites de expulsión de migrantes sin papeles en el caso de que den a sus hijos en adopción.
En respuesta a esta descabellada proposición, la antropóloga Mafe Moscoso en «Invierno demográfico, racismo y extraccionismo de niños (a la española)», publicado en El Salto, afirma que la descabellada idea de Casado no es más que otro eslabón de un sistema estatal –aquí también el PSOE tendría mucho que decir— que separa de distintas maneras a los niños y niñas de sus madres migrantes con muros burocráticos y obstáculos fronterizos.
Tal vez, frente aquellas viejas gestas y batallas marinas, cuyas aventuras suenan a anacrónicas, ensalzamientos nacionales, estas sean las vueltas al mundo que actualmente deberíamos reconocer y haciéndolo, además, desde una visión de la historia más comprometida con la politización y las voces y silenciadas y subjetividades chuleadas, que diría Suely Rolnik, de las experiencias poscoloniales. Sobre todo, aquellas que vienen de la crítica contemporánea a todos los procesos históricos de racialización y marginalización sistemática que todavía hoy en día subsisten en las relaciones entre Europa y la tricontinentalidad poscolonial.
Por encima de la hagiografía biográfica de los «héroes» y «descubridores» habría que traer la historia al presente para repensarla al hilo de las contradicciones que han generado los procesos históricos de discriminación de clase y raza. Romper ese estigma racista que domina muchos aspectos de nuestra realidad, desde la economía hasta los sentimientos, debería implicar un mayor ejercicio de relectura de la historia, con énfasis en la contra lectura de las relaciones jerárquicas, siempre opacas y negadas.