Comer es un acto cotidiano imprescindible para vivir. Sin duda, una vida que merezca ser vivida necesita mucho más que comer, incluso que comer bien. Pero también es cierto que una buena vida solo es posible si ponemos cuidado, respeto, tiempo, amor, esfuerzo y sabiduría en lo que comemos, en quién y cómo elabora lo que comemos, con quién y dónde comemos...
Algo aparentemente tan simple esconde una profunda rebelión contra el (des)orden establecido… Tras la alimentación y el sistema agroalimentario globalizado de supermercados, alimentos prefabricados y campos sin gente, se esconde un profundo desprecio a la naturaleza, a lo rural-campesino y a los cuidados, entre los que se encuentran cocinar y dar de comer. Para hacerle hueco aquí y ahora a una vida que merezca ser vivida necesitamos modificar los criterios de valoración social imperantes que desprecian lo fundamental y valoran lo superfluo.
El desprecio antropocéntrico de la naturaleza
Hemos dejado de respetar los límites éticos para destruir la naturaleza al considerarla un mero recurso apropiable al servicio de la especie humana, concebida como el centro de todas las cosas. Hemos sobrepasado los límites biofísicos del planeta, imponiéndose una dinámica económica basada en el crecimiento que destruye nuestro entorno y requiere el consumo creciente de energía y materiales, generando cada vez más residuos.
La industrialización agroalimentaria, tanto en los campos como en las cocinas, ha sido promovida por esta lógica antropocéntrica del crecimiento económico. Alimentarse es, cada vez más, una actividad dependiente del mercado a costa de la destrucción de los agroecosistemas. La agricultura y la ganadería dependen de la compra de insumos industriales a empresas multinacionales e incorporan lógicas y manejos productivistas y destructivos. Para alimentarnos acudimos a supermercados a comprar alimentos exóticos, enlatados, congelados, precocinados… que han recorrido distancias de hasta miles de kilómetros y de los que se ignora quién, dónde y cómo han sido producidos. Comer es cada vez más un acto ostentoso vinculado a una dieta insostenible basada en la proteína animal.
Necesitamos una nueva ética ecológica que coloque el cuidado de la vida, de todas las vidas, en el centro. Alimentarnos respetando los ritmos de la naturaleza, dentro de los límites de nuestro entorno, es un desafío urgente para reconquistar nuestro futuro. Aproximarnos a quienes cultivan, reducir los kilómetros que recorre la comida, comer más verduras y frutas, menos carne… implica cuidarnos y cuidar nuestro planeta.
El desprecio etnocéntrico del campesinado
La mirada etnocéntrica ve otras culturas, saberes y pueblos como inferiores. El mito del desarrollo coloca en el centro de la valoración social lo urbano e industrial, despreciando lo rural y campesino que se concibe como atrasado, ignorante, sin valor. Este desprecio ha sido central para minar la resistencia campesina e impulsar la industrialización agroganadera presentada como alternativa científica superior al manejo campesino de la biodiversidad.
De esta forma, la agricultura y la ganadería, desarticuladas, se han transformado en abastecedoras de materia prima y en un mercado de insumos industriales, desempeñando un papel subordinado imprescindible para financiar el proceso de crecimiento urbano e industrial.
La retórica del desarrollo impulsa también cambios en las pautas de consumo alimentario. Se abandonan las dietas adaptadas a la temporalidad y lo local para imponer dietas basadas en la proteína animal y los alimentos industriales.
Necesitamos una estrategia de recampesinización, como propone la agroecología, para actualizar tanto la racionalidad ecológica como los valores comunitarios y cooperativos de cohesión social de las comunidades campesinas. Cultivar, trabajar la tierra, producir lo que nos alimenta son trabajos fundamentales para la sostenibilidad de la vida que deben estar en el centro de nuestra valoración social.
El desprecio androcéntrico de los cuidados y lo femenino
El sistema sexo-género patriarcal adscribe roles jerarquizados a hombres y mujeres despreciando lo femenino. El ecofeminismo desvela y critica cómo los paralelismos simbólicos femenino-naturaleza y masculino-cultura legitiman la dominación de lo socialmente construido como femenino en la medida en que es asimilado a la naturaleza.
El orden patriarcal desprecia e invisibiliza los trabajos domésticos y de cuidado en los hogares pese a ser esenciales para la sostenibilidad de la vida. Cocinar, hacer la compra, elegir las comidas cuidando la salud, dar de comer… son tareas feminizadas despreciadas. La falta de reparto del trabajo doméstico ha impulsado que las mujeres dediquen menos tiempo a alimentar, facilitando la industrialización de alimentos y cocinas.
Solo el trabajo remunerado en el mercado se concibe como «productivo» y se adscribe prioritariamente a los hombres, mientras las mujeres se hacen responsables de los trabajos invisibilizados «reproductivos». Esta cultura patriarcal dificulta el mantenimiento de la vida, sobre todo la campesina, ya que las mujeres huyen de entornos con rígido control social, como los rurales, donde el papel que les toca es el de subordinadas e invisibilizadas en vidas ajenas y no el de dueñas de sus propias vidas. Las mujeres, también en la ciudad, huimos de las cocinas cuando la totalidad del trabajo en casa es nuestro y nos tenemos que enfrentar a la doble (o triple) jornada.
Necesitamos construir nuevas masculinidades y feminidades que nos permitan a mujeres y hombres compartir todos los trabajos, en los campos, en las fábricas, en las oficinas, en las calles, en las casas… y que todxs podamos desarrollar proyectos vitales propios, decididos de forma autónoma. Necesitamos, sobre todo, compartir las cocinas y los trabajos domésticos como los trabajos esenciales para una buena vida y que así sea más fácil compartir también el empleo.
Hacia una recampesinización ecofeminista
Para el ecofeminismo, la sociedad y la economía deben orientarse a la sostenibilidad y el cuidado de la vida. Ello implica concebir lo agroalimentario como una de las actividades de mayor valía y reconocimiento sociocultural, económico y político. Para la agroecología, la agricultura y la ganadería campesina deben recuperarse como trabajos centrales de nuestras sociedades. Para ello, necesitamos la recampesinización y la feminización de la sociedad para que los cuidados —entre ellos, alimentarnos— se coloquen en el centro, compartidos por hombres y mujeres, como estrategia de cambio civilizatorio. Necesitamos una recampesinización ecofeminista, no solo de lo rural y agroganadero, sino también de las ciudades y los hogares, recolocando la sostenibilidad y el cuidado de la vida en el lugar sociocultural, económico y político que le corresponde. Necesitamos juntarnos, organizarnos y reapropiarnos de forma colectiva de nuestra alimentación creando alianzas agroecológicas y ecofeministas. No siempre es fácil, pero lo que tenemos en juego merece la pena. Muchos grupos de consumo, cooperativas, mercados sociales, redes agroecológicas ya lo están haciendo… ¡apúntate!