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Pecados que no se perdonan – EL TOPO
nº41 | todo era campo

Pecados que no se perdonan

Carlos Cano decía que el franquismo meó en la copla como un perro mea en un árbol. La marcó, trató de hacerla suya e intentó lijarle las aristas para que entrara por la estrecha cancela del discurso oficial de la dictadura. Y algo de éxito sí que tuvo cuando todavía hoy el vínculo entre copla y franquismo sigue vivito y coleando en el imaginario colectivo, todo hay que decirlo. Pero afortunadamente las aristas de la copla eran muchas y aunque supieron retorcerse y encogerse, y muchas veces directamente disfrazarse, continuaron ahí.

La copla tuvo que meter tripa para pasar por las puertas angostas de lo que la moral de la dictadura consideraba aceptable, pero una vez dentro se soltó el cincho y volvió, aunque con disimulo, a respirar. Porque lo que ni el más totalitario de los regímenes puede llegar a controlar es lo que la gente hace en última instancia con la cultura que consume. Los afectos que mueve una canción, los mecanismos de identificación que se ponen en marcha muy al margen de lo que cuenta en sí una letra, el torrente de sobreentendidos que un silencio entre estrofa y estrofa puede llegar a desatar… a eso no hay censor en el mundo que le pueda meter tijera. Y eso pasó con la copla.

Además, aunque a veces parezca que se olvida, la copla ya estaba ahí. Ni mucho menos la inventó el franquismo; más bien, la dictadura tuvo que lidiar con el éxito que ya tenía un género jalonado de historias de mujeres pobres, gitanas, disidentes de género, prostitutas, adúlteras, madres solteras y combinaciones variables de todo lo anterior. Había sido la música de consumo popular por excelencia de la república y, durante la guerra, la banda sonora tanto de uno como de otro bando. Por la misma época en que Miguel de Molina pasó de llenar teatros a tener que marchar al exilio, Imperio Argentina grababa en los estudios de la UFA del Berlín nazi. Y los dos cantaban copla. La copla fue tanto la música que partían tarareando los exiliados y los que escapaban de la pobreza, como la melodía que los que se quedaron el país entero intentaron tomar también como suya. Tantos esfuerzos hicieron estos últimos en resignificarla que hasta le cambiaron el nombre y pasaron a llamarla «canción española» para que encajara mejor en el nacionalismo centralista y excluyente de su marco ideológico. «Ni es canción, ni es española: es copla y es andaluza» decía también Carlos Cano, una de las voces —junto con Martirio, Terenci Moix, Vázquez Montalbán y Carmen Martín Gaite, entre otras— que más ahínco puso en desandar ese camino de apropiación del género que había recorrido el franquismo y devolver la copla al lugar que merece. Camino en el que todavía estamos: con muchas jornadas hechas gracias a ellos, pero todavía estamos.

Pero, ¿por qué a estas alturas preocuparse por esto? ¿Qué tanto tenemos que aprender de la Lirio, la Parrala o la Campanera cuando el género
parece, salvo honrosos bastiones, casi olvidado? Pues precisamente por eso: porque ese olvido, cuando no desprecio, impuesto a la copla, dice mucho más de nosotras de lo que pensamos. Ese ninguneo tiene que ver con una visión mermada que reduce el género a la instrumentalización que la dictadura hizo de él, sí, pero no solo eso. La copla tiene otros pecados que no se perdonan. Es una música que privilegia el lugar de enunciación femenino: en ella mujeres que escapan del ideal de la época nos hablan, casi nos gritan, desde los márgenes. Femenina, popular y afín a la disidencia de género: Miguel de Molina, el propio letrista Rafael de León, la larguísima tradición de travestismo en torno a esta cultura… Esos son, si no los pecados que no se le perdonan a la copla, sí las aristas que no se han sabido del todo encajar. Y es que bregar con los claroscuros de una música en la que convive la exaltación nacionalista con las transgresiones de género y los castigos a la mujer que se sale del redil patriarcal con la persistente puesta en escena de una feminidad enérgica y desafiante no es fácil. Pero creo que es necesario.

Es necesario porque la copla es, ante todo, la música de nuestras abuelas. A las historias que les traían Concha Piquer, Marifé de Triana o Lola Flores se aferraron mientras hacían en las peores condiciones eso que ahora parece que por fin nos vamos empezando a dar cuenta de que es lo que verdaderamente sostiene la vida: cuidar. Limpiar, coser, acunar, poner las lentejas al fuego… siempre con una copla entre los labios. No creo que sea casual que tan a menudo les hayamos dado la espalda simultáneamente a ellas y a la cultura que disfrutaban. No creo que sea accidental que cuando nos hemos dado a la tarea de construir genealogías desde los feminismos con tanta frecuencia hayamos olvidado tanto a nuestras abuelas como a la melodía que acompañaba su estar en el mundo; que cuando hemos hecho lo propio desde los movimientos LGTB+ hayamos dado idéntica ración de olvido a quienes, taconazos y peineta, se hicieron visibles al son de La zarzamora cuando hacerlo era jugarse, todavía más que hoy, el pellejo.

Hemos abrazado con alegría referentes lejanos y hemos abandonado a su suerte a los que son más propiamente nuestros. ¿Cómo puede ser que lo sepamos todo sobre Stonewall y casi nada sobre el Pasaje Begoña? ¿Cómo puede ser que conozcamos de memoria cada detalle de RuPaul y hablemos tan poco de Ocaña? Y no me refiero únicamente a que nos hayamos comido con patatas la imposición del relato anglosajón sobre la historia de las movilizaciones antipatriarcales, me refiero también a la lejanía de clase: a cómo hemos aceptado sin pestañear como referentes feministas a mujeres burguesas y no hemos visto más que problemas en integrar las experiencias de nuestras abuelas o las figuras de estas folclóricas. Todas tienen su valor y todas tienen sus claroscuros: ¿o acaso no es problemática la liberación de una mujer burguesa que a menudo se hace a costa de otras mujeres y hombres? ¿Por qué esas aristas casi ni las vemos y las otras, las nuestras, nos parecen indigeribles?

Ya está bien de comprar un relato en el que nuestras abuelas eran víctimas sumisas del sistema y solo las que tenían acceso al conocimiento académico, al poder político o empresarial —a la construcción del discurso hegemónico, en definitiva— tiraron del carro del avance social. Nuestras abuelas también lucharon y aportaron. Y en la cultura que consumían quedan trazas de sus mecanismos de resistencia: condenarla al olvido es condenarlas al olvido también a ellas.

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