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Más allá de la partitura – EL TOPO
nº32 | desmontando mitos

Más allá de la partitura

Desmitificar un aspecto de nuestra vida cotidiana no es más que lanzarle cuestiones que normalmente naturalizamos, de manera que lleguemos a verlo como un constructo social fruto de un proceso histórico y cultural concreto. Así que fijemos un objetivo. Me ocupo en las próximas líneas de desmontar ciertos presupuestos acerca del conservatorio de música como institución educativa construida desde la lógica de la modernidad occidental.

Como seres humanos nacemos en el seno de un grupo de «iguales» en el que, a través de un proceso de socialización y enculturación, aprendemos un mundo de sentido, es decir, unos valores, unas normas que nos ayudan a no desentonar en las prácticas que nos esperan en dicho mundo. Este es el proceso de educación de toda persona y queda en manos de diversas instituciones. En una cultura occidentalizada contemporánea, por lo general, corre a cargo de la familia, grupos de amistad y, sin duda, de las instituciones de enseñanza como parte fundamental del Estado. Hoy en día se le da una importancia desorbitada a dichas instituciones, ya sea por falta de tiempo de los progenitores para dedicarse a la educación de su descendencia, como por pensar que es una vía por la cual ascender socialmente, etc. En definitiva, la cuestión es que estos lugares, y lo que ocurre en su interior, están altamente legitimados por el conjunto social, que no contempla la posibilidad de cuestionar la manera en que las generaciones más jóvenes están siendo formadas.

En cuanto a nuestra formación musical, partamos de la base de que la música (así como el silencio; la gestión de los sonidos en definitiva) es un quehacer culturalmente determinado y está presente en la cotidianidad de nuestras vidas, en los anuncios comerciales, en los videojuegos, en el conocimiento popular, en las fiestas… y que escuchamos unas músicas y no otras en momentos concretos. Este apunte es básico para comenzar a deconstruir nuestro mito. ¿Por qué en los conservatorios predomina la enseñanza de música clásica a excepción de nuevas especialidades como, por ejemplo, el flamenco o la música tradicional gallega? La respuesta a dicha pregunta recoge la histórica valoración de la música clásica como música culta, en la cima de la pirámide de las músicas del mundo.

Se la concibe en el polo positivo opuesto a la música popular. Sin embargo, pienso que esta tipología dicotómica juega totalmente en contra de la formación musical de las personas interesadas en este modo de expresión que es la música. Entendiendo la música como una canalización de pensamientos, emociones y energía que irremediablemente se experimenta y aprende por mediación de otras personas. Y quisiera desvelar las relaciones de dominación que ordenan la anterior clasificación dando cuenta de que toda música es adecuada para adentrarse en el aprendizaje de esta disciplina.

No son los géneros musicales, a mi entender, lo que guía el aprendizaje musical. Son las instituciones sociales en las que nos sumergimos, las personas con las que nos relacionamos, cómo se organizan dichas relaciones y qué rol adoptamos en ellas lo que condiciona la construcción de nuestra percepción del mundo, la percepción de nosotras mismas, nuestra forma de tocar, de escuchar la música, así como de expresarnos a través de ella. Los procesos de aprendizaje son claves. Mi propósito con tanta palabrería es dar cuenta de que en las formas de aprendizaje del mundo —y de la música como experiencia humana universal, al tiempo que construida en cada mundo cultural— se hayan muchas de las claves tanto de la libertad como de la opresión.

En este sentido, Paulo Freire tenía claro que la educación, como la conocemos, se basa en la relación educador-educando, donde el primer factor ostenta un carácter activo. Esta primera figura es el emisor único de esta acción comunicativa, cuya intención radica en concebir a su opuesto como vasijas a rellenar con esas parcelas inconexas de la realidad que configurarían los temarios de toda disciplina. Y todas las personas sabemos que el temario hay que cumplirlo. Este proceso de rellenado sería del todo imposible sin la asumida pasividad del alumnado, que acepta y se especializa en esa metodología de la memorización mecánica. Si nos ponemos las gafas de Freire, esta caracterización (de la concepción «bancaria» de la educación) en la que sin duda nos reconocemos, es signo de opresión.

Al salir de mis interminables años de conservatorio, y en plena adolescencia, comencé a reunirme con un compañero de clase para tocar en el garaje de su padre. Él había empezado a tocar la guitarra hacía poco tiempo. En cambio yo llevaba a mis espalda, en mis dedos y mis oídos, casi una década de enseñanza institucionalizada. Interminables años de lectura de papeles pautados, de horas de práctica mecánica, de escalas, de memorización de reglas armónicas… prácticas que mi amigo no cesaba de halagar. Nada más lejos de la realidad. Por aquel entonces nos fascinaba un grupo de pop británico y queríamos practicar todas sus canciones, fusionarnos y expresarnos a través de ellas. Pero para mí era toda una agonía cada vez que me enfrentaba al aprendizaje de una nueva melodía. La música popular se caracteriza esencialmente por su transmisión oral. La cuestión es que mi formación musical me había hecho esclava de un papel lleno de rayas, puntos y más rayas. Sin duda mi vasija particular estaba llenita de nombres, conceptos, técnica de dedos, etc., que sin duda serían instrumentos valiosísimos para aprender esas canciones, pero que vagaban sin sentido en mi interior, sin vida, ya que no había establecido una relación de comprensión con respecto a ellos. ¿Y si trasladáramos formas de aprendizaje informal a la educación institucionalizada de la música? ¿Y si reflexionáramos sobre el poder de la informalidad en el aprendizaje?

Tengo que reconocer que, para mi formación musical, aquellos años marcaron un antes y un después en mi relación con la música. Sin ser consciente en aquel momento, los ensayos agotadores y las interminables charlas de vuelta al barrio, en definitiva, la inquietud por descubrir, por experimentar en compañía de otros con los que compartes pasiones, en cierta manera me liberó. Me dio herramientas para expresarme. Herramientas para actuar en el mundo. Me transformé en agente de mi propia realidad.

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