Quizá alguna persona lectora lo recuerde. Quizá alguien queda que estuvo allí. 1994. La Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla se pone en huelga. Los estudiantes se niegan a asistir a las clases. Rechazan que se impongan los numerus clausus que limitan, aún más, el acceso a los estudios superiores. La propuesta es retirada. Todo retorna a la calma. Hasta 2002. La Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla es ocupada contra la LOU, contra una reforma legislativa que, se decía, suponía la privatización de la enseñanza universitaria. Todo acabó mal. Y todo retornó, también en esta ocasión, a la calma. Luego —pero ya habían pasado más de 5 años, y la población era ya otra— vino el 2008 y las manifestaciones contra el Plan Bolonia. La llamada convergencia europea quizá prometiera importar los métodos de aprendizaje más avanzados de Europa y poner punto final a las formas magistrales de docencia que habían caracterizado gran parte de la enseñanza desde la Edad Media, pero muchos vieron en ella el último golpe de estoque a una universidad asociada al Estado de bienestar.
A la universidad le ocurre como a la mayoría de los centros educativos. Son, para muchos de sus habitantes, una modalidad de eso que Augé llamara «no lugares». Espacios de tránsito. Para quienes la habitan de una forma más estable, es decir para quienes trabajan con contrato fijo en ella, el grueso de la población que la ocupa se renueva constantemente. La gente está solo de paso. Ingresa, protagoniza una escaramuza y, casi inmediatamente después, se encuentra fuera, con o sin título. Desde cierta mirada, la universidad es una fábrica de comités de combatientes en el exilio. Eso hace especialmente difícil la sedimentación de una memoria colectiva. Sin un archivo propio que fije el acontecimiento, este parece disolverse como un azucarillo en el café. Solo el rumor parece capaz de hacer sobrevivir el recuerdo de la luchas. ¿Quiénes, de entre los que ingresaron después del 2002, podrían recordar ese momento extraño en el que la propia Universidad se erigió, desempolvando normativas del pasado, en dispositivo sancionador, en aparato represivo del Estado? ¿Quién, dentro de la Universidad, recuerda a estas alturas las manifestaciones anti-Bolonia?
Es habitual abordar la crítica a la universidad e incluso su historia más reciente desde el relato de las sucesivas reformas que desde los gobiernos han ido imponiéndose, como si se aplicasen sobre una materia pasiva al tiempo que aislada de su entorno como el aire dentro de una burbuja. Atender a las resistencias más o menos organizadas permite, tal vez, observar, por debajo de la institución y a través de ella cómo se configura un espacio de conflicto, todo un campo de relaciones de poder que, este sí, se institucionaliza o, lo que es lo mismo, sedimenta en institución.
En cualquier caso, aquellas manifestaciones del 2008 fueron las últimas luchas en las que los estudiantes tuvieron que levantarse para enfrentar el neoliberalismo. Porque inmediatamente después llegó la crisis y eso lo cambió todo. O, si no todo, sí, al menos, cambió al enemigo. A lo que vino después quizá no hayamos aún sido capaces de darle nombre, pero poco tiene que ver con el ciclo que atraviesa desde 1975 a 2007. Había tenido lugar el colapso de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y, con ello, un movimiento sin precedentes de las clases desfavorecidas norteamericanas. Los pobres, casi del día a la mañana, comenzaron a practicar todos a la vez el impago. A eso los economistas del régimen lo llamaron crisis de las hipotecas subprime o hipotecas basura. Los bancos llevaban años dándoles dinero a los pobres bajo la forma de créditos inmobiliarios y de créditos al consumo en forma de tarjetas de plástico, y ahora los pobres se negaban a devolver lo prestado. El desastre financiero fue sonoro y se contagió a Europa, recayendo sus efectos más brutos sobre los territorios de esos Estados a los que se calificó de CERDOS —entre los que, obviamente, se encontraba el Estado español—.
La crisis alcanza a la universidad española en un contexto de escasa neoliberalización si la comparamos con la universidad de otros países de Europa, como si hubiéramos llegado tarde a la fiesta. Siempre —al menos desde que Holanda arrebatase la hegemonía económica y política del capitalismo internacional a España y Portugal— ocurre esto cuando pensamos en los territorios del sur de Europa. Parece que están a medio camino respecto de otros países, como entre dos polos. Immanuel Wallestein decía que España ocupaba en el sistema-mundo capitalista el lugar de un país semiperiférico. Es decir, que ni era uno de los territorios del centro del sistema mundo ni, estrictamente, un territorio periférico. Según el historiador, las lógicas que gobiernan los territorios semiperiféricos serían híbridas, oscilando periódicamente en función de los ciclos de crecimiento y crisis del capital internacional entre las lógicas de depredación salvaje que afectan a las periferias y las lógicas de explotación reglada propias de los territorios de las zonas centro, no llegándose a realizar plenamente ninguna de las dos lógicas y dando lugar a formas anómalas, puntualmente excesivas.
En este sentido, del mismo modo que el Estado español nunca alcanzó a realizarse en tanto que Estado de bienestar, tampoco lo ha hecho en tanto que Estado neoliberal, o lo ha hecho solo de manera fallida, inacabada o, incluso, monstruosa. Teniendo en cuenta que la implantación de las lógicas neoliberales en Europa coincide prácticamente de lleno con el periodo de la Transición, los conflictos en torno a la universidad desde, cuando menos, los años ochenta han de ser leídos como sendas revueltas contra el proyecto de construcción de un proyecto de Estado neoliberal nunca realizado plenamente y, sin embargo, siempre vuelto a retomar.
A pesar de que es costumbre entre los movimientos antisistémicos asimilar el neoliberalismo al origen de todos los males de una época, lo cierto es que es obligado constatar que el auge de las lógicas neoliberales coincide en el Estado español con la edad de oro de las universidades. Y, en realidad, no solo de las universidades, sino de todo el conjunto de infraestructuras a cargo del Estado. ¿Quién no recuerda a Felipe González congratulándose de que se podía transitar en coche particular desde Burgos a Cádiz sin detenerse en un solo semáforo —siendo que, ironías de la vida, precisamente junto a su antigua casa de Sevilla, permanecía en pie, como el último guerrero tras la batalla, solitario el semáforo del cruce de la carretera de Cádiz, junto a Santa Clara—? Era el tiempo de las grandes inversiones en infraestructuras: autopistas, aeropuertos, líneas ferroviarias, pero también hospitales, cárceles —sobre todo cárceles— y escuelas. Las universidades crecían como setas en tierra mojada. Se llenaban de profesores, estudiantes y personal administrativo gracias al indiscutible efecto riqueza de una economía fuertemente financiarizada. Progresivamente la clase obrera devenía clase media propietaria y los hijos de los antiguos trabajadores accedían repentinamente a la educación universitaria. El lado oscuro de esta misma utopía realizada lo ponía el imparable crecimiento exponencial de carceleros y población penitenciaria.
Análogamente a los procesos de colonización, el desarrollo de la universidad privada, estrictamente neoliberal, estuvo precedido por la expansión dirigida desde el Estado. Solo si todo el mundo quería hacer una carrera y poseer un título superior era posible hacer de los estudios universitarios un nicho de mercado atractivo a la inversión privada y de la universidad una fuente de beneficio económico.
Las luchas estudiantiles de esa época se encuentran definidas a partir de ese marco ambivalente: defendían la implantación y crecimiento de una universidad pública subordinada al proyecto de construcción de un Estado neoliberal al tiempo que rechazaban las dinámicas de privatización y mercantilización de la educación superior propias de esta misma forma-estado. De hecho, ellas mismas eran efecto de la construcción neoliberal que había permitido a unas clases medias portadoras aún de una cierta memoria de las luchas obreras en defensa de lo público acceder a los estudios universitarios. Al fin y al cabo, la utopía neoliberal, como cualquier proyecto de dominación, no podía dejar de producir sus propios monstruos, los focos de rebeldía que la habrían de combatir.
Ahora bien, el proyecto de construcción de una universidad según lógicas neoliberales, si bien incluye tanto el proyecto de privatización de lo público como el de mercantilización del servicio, estos no son sino el resultado de unas transformaciones más profundas en lo referente a la propia dinámica que rige la institución y a quienes en ella habitan. Hasta el punto de que no es difícil imaginar una universidad totalmente pública rigiéndose por principios estrictamente neoliberales. Porque, como han expuesto Larval y Dardot, el neoliberalismo no es simplemente una ideología que prime lo privado frente a lo público, ni aún siquiera el beneficio privado frente al servicio público, sino una racionalidad capaz de organizar tanto lo público como lo privado y, más allá de tal binomio, filtrarse hasta los últimos intersticios de la vida social y colectiva.
La razón neoliberal consiste —dicho de manera demasiado burda y, sin duda, excesivamente simplificada— en someter la realidad a la lógica de competición entre capitales, entendiendo por capital el valor que a sí mismo se valoriza, es decir no la riqueza sino la riqueza capaz de producir más riqueza. En el límite, se trataría de la subordinación de toda actividad al modelo de la actividad empresarial. Poco importa que se trate de un tipo con escasos recursos, una familia adinerada, un colectivo social, una institución pública o una multinacional tecnológica, cualquier elemento, en tanto que capital, está en disposición de competir según dinámicas de producción y acumulación ampliada dentro de su nicho de mercado.
Solo en lo referente a la universidad podemos ver funcionar esta lógica de la competencia entre capitales en varias dimensiones. Yendo de abajo arriba, podemos observar cómo los estudiantes ya no pugnan frente a unos límites prefijados de conocimiento y capacitación cuya superación los habilitaría para la obtención de un título y la realización de una función profesional, sino que pugnan entre sí según criterios de excelencia numéricamente codificados. Del mismo modo, el personal investigador y docente de la universidad compite en puntuaciones derivadas de sus actividades administrativas, investigadoras y docentes. Compiten por publicar en las mejores revistas que, ellas mismas, compiten entre sí por los índices de impacto. A su vez, los departamentos de una misma universidad compiten entre sí, como equipos de una gran empresa, y compiten con sus pares de otras universidades. Las universidades compiten con las otras universidades, etc.
Este marco no es posible sino a partir de la aceptación de, por un lado, un cierto ethos de la excelencia —¿quién, al fin, no quiere hacer mejor aquello que hace?— y, por otro lado, de un conjunto de dispositivos de comparación y catalogación de diferencias. De entre dichos dispositivos hay uno que, sin duda, ha resultado clave: el ranking. El dispositivo-ranking permite evaluar entidades diferentes a partir de criterios homogéneos y clasificar dichas entidades en función del grado de cumplimiento variable. El dispositivo-ranking va fuertemente asociado al mecanismo de autoevaluación, puesto que son centrales cuestiones como el grado de satisfacción en la realización, el grado de consecución de los objetivos que uno mismo se ha planteado, etc.
La posición en el ranking deriva en beneficios que permiten asentar los proyectos y las posiciones relativas mismas. Los mejores estudiantes invertirán en su educación, accediendo a las mejores universidades que, por su posición, contarán con mejores profesores y mayores facilidades de financiación. Ya no se buscará adquirir conocimientos sino, más simplemente, incrementar el capital humano. No hay más profesión que la de empresario de sí.
Pero las dinámicas de acumulación de capitales en función de la subordinación a las lógicas de competición neoliberales colapsan conforme la crisis financiera se desboca y nos alcanza la era de la austeridad. El Estado de austeridad aparece, en primer lugar, como la cara oscura del Estado neoliberal: en él, lo que eran flujos de crédito devienen sujeción por deuda, el empresario de sí deviene hombre endeudado. Se ha acabado el tiempo híperexcitado de la universidad-empresa. Nuevas lógicas se están poniendo en marcha que requieren ser analizadas. El neoliberalismo ha muerto. Es hora de mirar a los ojos a la nueva bestia.