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La raíz sex- siempre son dos – EL TOPO
nº29 | mi cuerpo es mío

La raíz sex- siempre son dos

Las redes sociales son un caldo de cultivo de polémicas y debates más o menos fructíferos y más o menos efímeros. Este artículo de Ciro Morod publicado en La Directa surge de uno de ellos. El pasado mes de mayo una periodista y activista feminista, La Magdaleno, publicó un tuit en el que afirmaba que «follar sin empatía no es follar, es violar». Las reacciones de crítica y apoyo no se hicieron esperar y hasta el día de hoy se han publicado decenas de artículos reflexionando sobre qué es eso de la empatía cuando practicamos sexo. Esta es la reflexión de Ciro MoRod.

La palabra erógeno hace referencia a aquellas partes del cuerpo donde sentimos placer, sensibilidad carnal… excitación; siempre y cuando sean estimuladas, claro, por una grata caricia, un gustoso lamido o incluso un aliento inesperado. Existen particularidades individuales, y graduación en su sentir, como todo lo que tiene que ver con el Sexo —en mayúscula porque nos adentramos en el terreno del Yo a través del Otro—. Si hacemos arqueología de la lengua, veremos que la raíz de erógeno o erótico nace del dios griego del amor, Eros; así como afrodisíaco nace de Afrodita, la diosa. Por lo tanto, el lenguaje nos desvela que el cuerpo, el goce, el calor tiene que ver con uno de los sentimientos supremos del humano: el amor; y este, por definición, se construye a través del Otro.

Primera piedra que nos encontramos en el camino: estar escribiendo sobre la exaltación sexual, sobre los deleites de lo corporal y lo libidinoso, relacionándolo con el amor y no con el término pornografía, que es donde muchos acaban en estos días (y este masculino no lo entendáis como genérico). Zonas erógenas son el cuello, los labios, las ingles y los pezones… aunque en nuestro imaginario colectivo (y en nuestras cotidianeidades coitales) no pasemos de los genitales: los protagonistas de esa industria cinematográfica. El latín también nos chivata que coito viene de coire, ir con, acompañar, reunirse, encontrarse, y hasta donde yo sé no tiene nada que ver con penetrar, que es un verbo individual y nos conduce a una mera cópula, a lo reproductivo.

Por cierto, y ya termino con mis ínfulas de lingüista, si seguimos indagando en las catacumbas etimológicas, la pornografía era el «tratado o ilustración de la prostitución» (porneia = prostituta); y en las volteretas históricas de la palabra aparecen referencias a esclavitud, traficar, producto, negociador y precio. Nada que ver con lo amoroso.

¿Dónde quiero llegar con todo este prólogo? A que los encuentros sexuales, cualesquiera, se construyen con erotismo, con pieles lubricadas, con ternura recíproca: virtudes que, desgraciadamente, han quedado relegadas u olvidadas en la construcción social del género masculino. Hablo de estructura, de generalidad y poder, no de biografías personales ni de subjetividades excepcionales… aunque pocas veces estas se puedan escapar del todo de las imposiciones civilizatorias. El deseo erótico es caprichoso, vivo y se viste de claroscuros, no es lineal ni tiene ninguna meta a la que llegar; aunque el orgasmo sea una de sus estancias, de las preferidas, no tiene por qué ser siempre su finalidad. Hay sexualidad en un susurro, en un guiño y en una fusión de abrazos; también en un mordisco: detalles, humores, sabores, y nada de mores. Íntimas lujurias e ínfimas desviaciones. Hay excitación en dos egoísmos que se nutren y se comprenden, que juegan para divertirse. Voluptuosidad enriquecedora para ambos, en el caso de que sean dos.

No presupongáis que abogo por relaciones pastelosas, o que solo veo apetitos a medio gas con tintes puritanos, cautos o desangelados. Ni que haya que firmar acuerdos antes de seducirnos. La pasión calurosa, el sudor y los gemidos casan a la perfección con los afectos, el cuidado y lo meticuloso. La ferocidad no es brutalidad, ni la suavidad es vacuidad. El sexo duro, como se dice por ahí, nos pone a mil entre sábanas de libertad. Un eterno equilibrio dialéctico entre lo desenfrenado y lo delicado; entre el desorden y la atención.

Tampoco nos llevemos a engaño: el encuentro lúbrico no es siempre satisfactorio o pleno. Como en cualquier otro terreno humano, la mediocridad puede estar presente, la torpeza, el aburrimiento y la incomprensión comunicativa. Estaría bien ir sacándolo del imaginario de los cielos para bajarlo a lo terrenal, a lo profano, donde las expectativas no juegan ningún papel. Lo que sí debería estar siempre ausente en este compartir es la sequedad y la frialdad; el calor es un síntoma de bienestar.

Nos han vendido —y hemos comprado— que existen roles estáticos en lo sexual, que el hombre no solo es sujeto en la calle sino también en la cama, sin contemplar que si uno nunca se coloca de objeto difícilmente puede sentirse deseado por otro sujeto; o que un sujeto que sufre de ensimismamiento es un ególatra. Incluso si se pacta esa falta de dinamismo y flexibilidad entre roles —por gustos y preferencias—, el sujeto pregunta, indaga, se preocupa, percibe, lee e interpreta el cuerpo acompañante… si no, corre el riesgo de convertirse en déspota. Y las relaciones sexuales tiránicas salen del campo de la sexualidad entrando en el de la violencia y la dominación. Dos cuerpos, ambos deseantes y deseados, dos hablas que crean un idiolecto común, donde el silencio también muestra sus mandíbulas sonrientes.

El hechizo está en que ninguna posición eclipse a la otra, en saber que la rigidez y el encasillamiento no son cómplices de lo sexual. En cualquier interacción humana, el enconamiento no nos deja ver ni sentir al Otro. Ya va siendo hora de que el código masculino se amplíe, se dilate… dando lugar a mapas erógenos extensos, superando el falo, descubriendo la satisfacción de ser seducido y objetualizado.

Permitidme una última curiosidad etimológica, para ir pillando pistas y cerrando ideas: follar viene de dar fuelle, soplar aire. Follicare es el acto de soplar con el fuelle y que da también el significado de jadear. Tenemos dos opciones ante este hallazgo: quedarnos en el acto mecánico y nada creativo del chaca-chaca donde es el sujeto protagonista el que lo lleva a cabo o bien dar un paso más y ver que si soplamos aire es para avivar fuegos y así calentar(nos) en relación, mutuamente, sin que quepan secundarios.

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