¿Producir cosas para reproducir la comunidad?1
Libertad y autonomía en una sociedad terciarizada
Este texto tiene mucho que ver con otro publicado en El Topo nº 52. Como aquel explicaba muy bien muchas de las cosas que tienen que ver con la idea que yo quiero compartir aquí, no voy a tratar de profundizar en la vida cotidiana como campo de batalla y de construcción de alternativas. Tampoco ahondaré en su exposición —deliciosa, por cierto— acerca del potencial de las nuevas experiencias de economías comunes, como proyectos que a la vez suponen espacios de resistencia cotidiana al capitalismo y propuestas alternativas para ir en contra y más allá de la miseria cotidiana en el capitalismo. Sin embargo, quisiera complementar sus propuestas y tratar de profundizar en algunos aspectos que en aquel texto apenas se sugerían.
Más o menos el 75% del PIB (en su acepción más convencional) en el Estado español se obtiene del sector servicios (el sector terciario), y este mismo sector ocupa más o menos al 65% del empleo. Estamos en una sociedad profundamente terciarizada ya que, como apuntaba José Manuel Naredo con su «regla del notario», los eslabones finales de la cadena productiva son los que permiten la obtención de mayor valor añadido. En el proyecto de nuestras élites económicas (y en el seguidismo devoto de nuestra clase política, haya o no comisiones de por medio) esta regla es una vieja conocida. Los vastos recursos públicos y privados que hay en nuestro perjudicado territorio se destinan básicamente a maximizar el rendimiento económico y financiero de estas últimas fases de la cadena productiva: servicios a la producción y servicios al consumo, básicamente. Y a permitir la importación del resto de cosas que consumimos pero no producimos, porque se priorizan otras actividades más lucrativas.
En algunos de los discursos más necios o cínicos, la terciarización de la economía supone, incluso, cierta forma de desmaterialización de la misma, ya que los procesos más contaminantes o consumidores de recursos quedan fuera de nuestras fronteras administrativas. Al igual que los residuos o impactos del final de la cadena, también se tratan de exportar a otros países (llámense residuos radioactivos, comercio de emisiones de CO2 o esclavitud). La terciarización de las economías, según la retórica neoliberal y tecnoptimista, supone a la vez riqueza y sostenibilidad. ¡Toda una ganga! El sector terciario genera valor a partir de la nada… ¿de la nada? Genera valor haciendo que aquellos que realizan los primeros eslabones del proceso productivo sean explotados, haciendo que el resto de personas (también explotadas) trabajemos y nos endeudemos como locas para poder gastarnos el dinero en servicios, y despilfarra los recursos físicos. La terciarización es un mecanismo de concentración de valor, sustentado simplemente en la capacidad de unas pocas empresas de organizar la economía en una forma determinada. Es otro de los trajes nuevos del emperador…
Lo que hoy une a los humanos es nuestra adherencia a los valores que promueve el mercado: esta sustitución de la comunidad por el mercado no ha ocurrido de forma natural. La importancia monetaria que cobran las cosas inmateriales —los servicios— solo ha crecido tras un fuerte despliegue de la violencia física y simbólica a lo largo de los últimos siglos, que nos ha llevado a la urbanización, la proletarización y la salarización de la población. Una vez en las ciudades —excluidos del acceso a los medios de producción y dependientes del mercado para cubrir nuestras necesidades más básicas— somos bastante vulnerables y, sobre todo, fácilmente disciplinables.
A esto se refiere, en mi opinión, Raul Zibechi3 cuando afirma que «no es que los cambios consistan en la recuperación de los medios de producción, sino que esa recuperación abre la posibilidad de que los cambios se produzcan». Es necesario que nuestras redes de autogestión también incorporen bienes materiales para construir espacios económicos alternativos y sólidos, que nos preparen para vivir según otras lógicas. En la sociedad que queremos construir, el consumo en general seguramente tenga que reducirse. En especial, la actividad en el sector servicios absorberá una proporción de la riqueza social mucho menor que el actual 75% del PIB4. Es probable que debamos pasar a consumir menos y a producir una proporción mayor de lo que necesitamos consumir. Aquellos discursos que enaltecen el poder que tenemos como consumidoras nos sitúan en una lógica dependiente del mercado, y quizá es necesario definir de otra forma la relación entre nuestra forma de vida y las cosas que precisamos adquirir.
Producción, territorio y reproducción de los proyectos transformadores
En esta línea de la política del cotidiano, podemos hablar de numerosas iniciativas que, en el nuestro o en otros territorios, tratan de avanzar en la recuperación de los medios de producción: producciones agrarias e industrias artesanales, fincas y pueblos okupados, fábricas recuperadas, mercados sociales, empresas de producción de energías limpias o viviendas y talleres okupados. Probablemente, el sentido que le encontramos a todas estas iniciativas es parecido: autonomía, cooperación social en base a la creatividad, inteligencia colectiva, recuperar el control sobre nuestros medios de vida… Quizá podríamos hablar, también, de sostenibilidad y de ecología.
«El sector terciario genera valor a partir de la nada… ¿de la nada?»
A muchas personas habitantes urbanas y rurales, la vida nos ha ido acercando a lo agrario y a la ecología, y ambos mundos se encuentran en torno a la agroecología. Y este es quizá, en nuestros territorios postindustriales, uno de los movimientos que están tomando más fuerza en este retorno a los medios de producción física. El mundo de lo agroalimentario aporta a los experimentos socioeconómicos alternativos el contacto directo con la tierra y con lo vivo. Y, por tanto, una belleza y una materialidad distintas respecto a otras producciones humanas útiles. También nos acerca de forma inmediata a los límites físicos de la naturaleza, y creo que en nuestra sociedad necesitamos comprender bien lo que suponen estos límites. Pero además de las producciones agroalimentarias, debemos rediseñar otras cadenas productivas en formatos que no reproduzcan capitalismo, sino que reproduzcan la vida social y comunitaria.
En los territorios en que vivimos, devastados por la urbanización, fragmentados y privatizados, resulta difícil construir proyectos de autonomía económica. Los movimientos transformadores debemos aprender a neutralizar la capacidad de los centros de mando del capitalismo global de disponer el espacio a su beneficio. En palabras de David Harvey, mientras que la clase obrera «no aprenda a enfrentarse a esa capacidad burguesa de dominar el espacio y producirlo, de dar forma a una nueva geografía de la producción y de las relaciones sociales, siempre jugará desde una postura de debilidad más que de fuerza»5.
Para Zibechi (2011), los proyectos autonomistas que han recreado formas alternativas de economía y sociedad, tales como los zapatistas en México o los movimientos indígenas en Bolivia o Ecuador, no se pueden entender sin una fuerte vinculación con un territorio físico definido. La territorialización de las luchas y de las construcciones sociales alternativas también puede rastrearse en nuestra historia inmediata: el movimiento colectivista de la revolución española de 1936; las huelgas y movilizaciones de la autonomía obrera de los años 70 y 80; los centros sociales okupados de los años 90; y también en las asambleas del 15M en muchas ciudades y pueblos. En estos procesos territorializados, los conceptos de barrio y pueblo, como entes físicos, han sido re-construidos como espacio de encuentro y agregación: como trampolín para afirmar los proyectos alternativos en cada espacio social. Pero también como espacio para la reconstrucción de una economía al servicio de las comunidades locales.
La subordinación de los flujos económicos a las nuevas formas territorializadas de autogobierno supone un producto y a la vez un elemento clave en la reproducción de esos espacios de autonomía local. También hoy, dentro del desarrollo de las asambleas de barrio del 15M, los huertos urbanos y los grupos de consumo han jugado un papel importante como espacio de afirmación y recreación de autonomías personales y colectivas. Y, poco a poco, van surgiendo otras producciones físicas. Estas son acciones que, a la vez que cubren necesidades, afirman la existencia de una realidad colectiva y alternativa: «Somos capaces de transformar el espacio muerto en algo vivo y útil. Somos capaces de producir. Somos capaces de cubrir nuestras propias necesidades en común».
El proyecto común, en mi opinión, es la construcción de autonomías locales capaces de integrar y reproducir los procesos transformadores (políticos, sociales y económicos) que vamos desarrollando. Reconstruir procesos económicos que, a la vez que satisfacen necesidades colectivas (sin necesidad de recurrir al mercado ni al Estado), son capaces de servir de puntos de encuentro entre las sensibilidades mayoritarias en la sociedad.
Luchas materiales en la sociedad de la información
No quiero decir con estas líneas que mañana mismo todas las personas que habitamos en ciudades debamos ponernos a hacer huertos como locas, levantando los parterres y alcorques de los parques, y el asfalto si fuese necesario. Ni a hacer muebles o tornillos. Sería una locura pedir eso. La política de lo cotidiano debe partir de lo que somos hoy si queremos construir trayectorias y espacios de vida perdurables. Y es bastante posible que nos sintamos socialmente más útiles diseñando páginas web, diseminando contrainformación, realizando informes o escribiendo tweets. Queramos o no, somos personas educadas y socializadas en una sociedad capitalista, de consumo, postindustrial, salarial, patriarcal y urbana. Llegamos a lo que llegamos. Y, además, hoy no tenemos acceso a los medios de producción de las cosas físicas. Posiblemente tampoco nos apetece acceder a ellos, o no de cualquier forma.
«Somos capaces de cambiar y de sentar las bases para que otras personas cambien también»
La política de lo cotidiano, si no es capaz de escuchar lo que somos y sentimos, e incorporarlo en sus prácticas —más que en sus discursos—, se puede convertir en un martirio cotidiano. Estoy convencido de la propuesta de John Holloway6, según la cual «tenemos que buscar la presencia confusa y contradictoria de la rebelión en la vida cotidiana. […] En el mundo de la posible emancipación, la gente no es lo que parece. Más aun, no son lo que son. […] Lo importante no son sus limitaciones presentes, sino la dirección del movimiento, el empuje en-contra-y-mas-allá (del capitalismo), el impulso hacia la autodeterminación social». El conocimiento de nuestras propias posibilidades y el respeto por nuestros propios cuerpos y derivas culturales no tiene por qué hacernos complacientes. Somos capaces de cambiar y de sentar las bases para que otras personas cambien también.
Para la reproducción del capital es necesario que nos mantengamos dependientes de los salarios y el consumo, excluidos de los medios de producción. Por ello considero de importancia que desde nuestras formas de vida actuales apoyemos a aquellas personas, compañeras o no, que optan por acceder a los medios de producción y ponen en circulación productos útiles y necesarios en nuestras redes de autonomías locales. Es importante que apoyemos estos emprendimientos, amortiguando las distorsiones entre valor y precio que hoy introduce el mercado. Que valoremos bien a donde enviamos nuestro dinero y que participemos de aquellos proyectos económicos en los que se intenta asignar a las cosas físicas un valor social, más allá de su valor de mercado. Tenemos que (volver a) aprender a producir más allá del capitalismo. Y tenemos que aprender a hacerlo bien.
El debate sobre el acceso a los medios de producción no es un debate nuevo, pero quizá vuelve a ser oportuno. Con este texto no quiero decir que este debate sea más importante, ni más urgente, ni más central que otros como el reparto del empleo o de la riqueza, el reparto y la reorganización del trabajo de cuidados y la valoración social de la economía reproductiva, la defensa de los servicios públicos y demás conquistas de la clase obrera, etc. Pero, en mi opinión, el debate sobre el acceso a los medios de producción sienta las bases para una economía que efectivamente nos permitirá algún día vivir (en su sentido físico) más allá del capitalismo. Ya que, como decía una amiga, «la manzana no puede caer muy lejos del árbol».
1 Este texto es un extracto de un libro que será publicado en enero de 2015 en la editorial Libros en Acción con el título Producir alimentos, reproducir comunidad. Redes alimentarias alternativas como formas económicas para la transición social y ecológica.
2 Luis Berraquero, Lo cotidiano es político, El Topo 5.
3 Raúl Zibechi, 2011, Territorios en resistencia. Cartografía política de las periferias urbanas latinoamericanas. Madrid: Libros en Acción.
4 Por supuesto, este 75% solo se refiere a la economía formal monetarizada. Si incluimos todos los «servicios» que se intercambian fuera del mercado —como el trabajo doméstico y de cuidados—, esta proporción sería mucho menor. Probablemente, en un futuro con menos petróleo, muchas actividades del sector servicios simplemente desaparecerán, y muchas otras volverán a ser gestionadas fuera del mercado.
5 Harvey, D., 2003, Espacios de esperanza, Madrid: Akal. Citado en Zibechi, 2006.
6 Holloway, J., 2006, Contra y más allá del capital, Buenos Aires: Herramienta Ediciones.