El mapa, el mapa, el mapa… (Dora la Exploradora)
El mapa no es el territorio, la estadística no es la carne, el deseo no es la realidad, la ley no es su aplicación, un despacho no es estar en la calle coexistiendo con las personas que están en situación de desamparo.
La primera vez que escuché esta frase no la pillé. Soy lenta pillando significados no demasiado explícitos. A día de hoy, esta sentencia se repite como un mantra en mis intentos banales, a veces, de comprender el micro-macro mundo que habitamos.
Mapa y territorio, realidad y representación, estadísticas y personas, existencia de leyes y aplicación de estas, deseo y circunstancias. Todos conceptos que, desgraciadamente, confundimos más de lo que deberíamos. Y lo peor de todo, que marcan algunas de las directrices en base a las que se gestiona la vida, o en base a las que nos «cuentan» que se gestiona la vida.
La primera aproximación que tuve hacia la comprensión de esta sentencia fue en el año 2000 al descubrir que el salario medio de los españolitos era de 1400 euros (más de 230 000 de las antiguas pejetas) mientras mi sueldo jamás pasó de las 120 000, pejetas, claro, y eso en épocas de magníficas bonanzas. Estaba claro, la estadística era un poco estafa. Para que nos entendamos: si tú te comes un pollo y yo ninguno, cada una de nosotras se ha comido medio pollo.
Un fenómeno (paranormal) de similares características sucede con las ideas implantadas en el imaginario colectivo. Me duelen hasta las orejas de escuchar que las mujeres tenemos ya los mismos derechos y posibilidades que los hombres (lo que, además, recoge la Constitución). Respecto a estas ideas tan generalizadas, pareciera que con aparecer en documentos oficiales —Constitución, leyes, decretos— fuera suficiente. Que el papel y la tinta aseguraran su materialización.
O pareciera que, por el simple hecho de aparecer en las pantallitas de colores, su legitimidad, existencia y veracidad estuviera asegurada.
Los primates no tienen la capacidad de discernir entre la realidad y lo que perciben sus ojos, de manera que si ven un plátano en una televisión harán todo lo posible por conseguirlo.
¿Nos diferenciamos…?
Las personas, al igual que otros animales, para sobrevivir debían estar alertas a los estímulos que el entorno les ofrecía. Ya fuera para alimentarse, para cobijarse, o para defenderse de posibles agresiones. Antonio Helizalde —en su artículo Las adicciones civilizatorias—nos propone la siguiente reflexión:
«Sólo cuando con los sentidos impregnados por los estímulos del animal al cual la jauría humana persigue, sus olores, su visión, el ruido que produce al escapar, etc., un homo habilis se distrae y descubre así la presencia del animal en las huellas que observa o en las fecas que ha dejado, es cuando se hace posible distanciarse de la tiranía del estímulo y aparece el signo, y de ahí la palabra y la cultura». Y de ahí, la realidad interpretada.
El inconveniente surge cuando el signo, la palabra y la cultura —que no dejan de ser más que vehículos transmisores de representaciones subjetivas o intersubjetivas de la realidad— se han alejado tanto de esta que terminan transmitiendo mitos, fantasías o falsedades… y lo peor es que terminamos creyendo que son la realidad misma.
De manera que seguimos llorando, sintiendo como propias, las penas ajenas de las películas. Con tanto espectáculo, se nos ha olvidado distinguir, se nos ha olvidado cómo distinguir. Si en un documento de papel, llamémosle por ejemplo Constitución, nos dicen que «los españoles —y digo españoles porque es lo que dice— somos iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social», nos lo creemos y punto.
Si nos cuentan que la construcción de una descomunal torre fálica, en Sevilla, va a generar gran cantidad de puestos de trabajo y riqueza para la economía local, nos lo creemos y punto.
Si nos aseguran que no existen ficheros en la policía en los que hagan un seguimiento estrecho a las personas que se movilizan por procurar un mundo más justo para todas, nos lo creemos y punto.
Si nos dicen que los recortes afectan a todos los ámbitos, y que los presupuestos se planifican en función de los intereses del pueblo, nos lo creemos y punto.
Pero en cuanto abandonamos la distracción y recuperamos la capacidad de analizar el territorio —y no intentar conocer la realidad a través de los mapas que dibujan «otros» —, descubrimos que la realidad no responde a esas «interpretaciones».
Quizás es hora de volver a despertar nuestros sentidos durmientes, de desgraduarnos las gafas que tras tantos años nos han graduado para sufrir hipermetropías sociales, ambientales… y de estar alerta a los estímulos reales, a las huellas, a las fecas y a los olores y a los movimientos, porque solo así podremos reaccionar a tiempo…
Confiemos que el desarrollo del telencéfalo y la oponibilidad del pulgar nos sirvan para algo más que para conducir un coche o combinar colores… Y que re-creemos, de manera colectiva a ser posible, la capacidad de distinguir entre realidad y representación.