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¿El desasosiego de un pueblo malagradecido? – EL TOPO
nº46 | política global

¿El desasosiego de un pueblo malagradecido?

CHILE: Notas sobre la revuelta popular de octubre

Como en muchas casas de Chile, mi abuela se almorzaba viendo noticias. Recuerdo la indignación con que se llevaba la cuchara a la boca. No podía evitar quejarse de la democracia fraudulenta en que vivíamos. «Cobardes», «vendidos», «ladrones» eran algunas de las palabras que pronunciaba al masticar. Comer era un acto bruxista y rabioso, con la carga de algo mayor que, en ese tiempo, todavía no era capaz de nombrar. Así fue como crecí con la interrogante de si acaso ese era un diálogo exclusivo de mi familia, herencia de los allanamientos, exilios y presidios que vivieron en dictadura, o si, al contrario, era algo de lo que todo el mundo hablaba.

Las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011 sirvieron para demostrarme que no éramos lxs únicxs. La transición había consolidado un modelo neoliberal descarnado. Seguíamos —seguimos— bajo la Constitución escrita en dictadura. Los gobiernos «democráticos» habían terminado de vender Chile con una facultad impresionante para, al mismo tiempo, empobrecerlo y asignarle un precio absolutamente a todo, excepto al aire. Entonces surgieron demandas como educación gratuita, fin al lucro o desmunicipalización: «La educación chilena no se vende, se defiende», gritábamos.

Sin embargo, el movimiento estudiantil creció bajo una impronta solitaria. El resto de la sociedad nunca se plegó del todo a sus manifestaciones, o al menos no significativamente. Recuerdo la dicha con que algunas personas de la generación de nuestros padres aplaudían desde la vereda al vernos marchar. Más de alguna vez les escuchamos decir que ellxs ya habían luchado, que ahora era nuestro turno. Por supuesto que lxs entendía, pero también me irritaba su pasividad ante lo que, a todas luces, era un problema ciudadano. Ahora comprendo que sus palabras no tenían amargura, sino decepción.

Tuvieron que pasar ocho años para que por primera vez se desbordara una agitación popular. Ya no fragmentada, ni puramente estudiantil, sino que masiva y transversal. Herencia del movimiento feminista, las luchas por la recuperación de las aguas, el movimiento No + AFP y la histórica resistencia en Wallmapu, entre muchas otras causas.

Las declaraciones del ministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, tras el alza de $30 al pasaje del Metro de Santiago, fue el choque eléctrico que faltaba. En su declaración invitó a la gente a levantarse más temprano para así evitar la tarifa de horario punta (superior a la del metro de Londres, según el ingreso medio). La indignación fue inmediata y a los pocos días se desató una evasión masiva del transporte público impulsada por lxs estudiantes secundarixs: «Evadir, no pagar, otra forma de luchar», decían. Ese salto de torniquetes fue una interpelación directa al Gobierno, pero también al sentido común de un pueblo, hasta entonces aletargado, que todavía no se desprendía totalmente del amor mal correspondido al que se refería Violeta Parra.

Las evasiones convulsionaron la ciudad. A cada rato se incendiaba una estación. El Metro cerró sus puertas y las cubrió de fuerzas policiales. El resultado fueron miles de personas aglomeradas a sus afueras esperando retornar a sus hogares, resignadas a irse a pie. Fuego, protestas, detenidxs, enfrentamientos. Ese 18 de octubre marcó el inicio de la revuelta popular más grande de la que hayamos tenido registro o lo que los medios y analistas llamaron «estallido social». Suerte de erupción inexplicable, desasosiego de un pueblo malagradecido.

Llegada la medianoche, Sebastián Piñera anunció el estado de emergencia. Pero ¿qué significaba eso exactamente? Tengo una imagen encriptada de mi primer paso por el centro a la mañana siguiente. Caminaba por San Francisco en dirección a la Alameda cuando vi pasar el primer camión con milicos armados. Recuerdo el súbito de estar viendo en blanco y negro, como a través de un lente documental de los setenta. VHS, recorte del pasado. La ciudad de nuevo militarizada, acoplada por el eco de las botas. Me crucé con gente igual de muda que yo. No había claridad de lo que se venía. Estábamos —estamos— bajo un gobierno primo-hermano de la dictadura, que lejos de recuperar el orden público, con eso marcaba a fuego la necesidad de una rebelión impostergable.

Sería injusto pretender abarcar aquí ese periodo. Todas las muertes, violaciones a los derechos humanos, disparos en la cara, represión, terrorismo de Estado y violencia político-sexual perpetrada por Carabineros. Los centenares de personas a las que le arrebataron los ojos y a las que hoy el mismo Estado entrega prótesis. Nuestras calles están teñidas de impunidad, mientras en el fondo, se iza la bandera.

Imagino que regreso a la provincia donde nací. Como de costumbre, atravieso la ciudad caminando hasta la casa de mi abuela. En la cocina no ha cambiado nada. El mantel de hule es el mismo, ella es la misma. El televisor sigue prendido. De pronto, una pausa comercial interrumpe el ruido blanco del noticiero. Seguimos masticando, mi abuela vuelve a lamentarse.

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