La representación de los conflictos bélicos es una asignatura pendiente en el arte actual. Nuestra es la responsabilidad de hacer frente a las imágenes mediáticas de la guerra, y solo desde el arte se da el espacio autónomo de visibilidad necesaria para reescribir, describir y representar los excesos de lo democrático.
El espectador occidental, por su parte, está dispuesto a ver, a consumir el acontecimiento, pero el monopolio de la imagen bélica pertenece (hasta el momento) a los «media». Los «mass media» muestran al «otro» y a su guerra únicamente en superficie, mientras que el arte ha demostrado poder ir más allá.
Slavoj Žižek1 plantea la distinción en tres categorías de violencia: la violencia subjetiva, aquella que obtiene mayor visibilidad en los medios dada su capacidad para señalar al «sujeto otro» (aquel que no se atiene al dogma democrático); la violencia simbólica (contenida en el lenguaje y sus formas); y la violencia sistémica (fruto del funcionamiento económico y político) que tiene siempre menor visibilidad a pesar de contener las causas primeras de la violencia subjetiva. Lo democrático, a través de la violencia subjetiva, distrae la atención de otras formas de violencia y se suma al posicionamiento victimista del propio Estado.
Por otra parte, cabría preguntarse si esta dicotomía entre el sistema y «el otro» se da realmente fuera de la representación mediática, y si ese otro es verdaderamente tan fundamentalista, si posee legítima convicción, o si efectivamente está fuera del sistema.
Esta lógica perversa que se esconde bajo la teoría de un «choque de civilizaciones» consigue obsesionar a la opinión pública con lo «árabe» y lo «musulmán». Este señuelo simplista oculta, por ejemplo, la historia de un territorio, Palestina, que tras el mandato británico (1917 a 1948) se dividió para forjar el Estado de Israel bajo resolución de la ONU. Así es como comenzaron las hostilidades y las sucesivas guerras árabe-israelíes. La Franja de Gaza pasó a ser primero propiedad de Egipto y, luego, fue invadida por Israel, que hubo de retirarse tras los acuerdos de Oslo (1994) y ceder el territorio a la Autoridad Nacional Palestina. Sin embargo, Israel ha continuado realizando incursiones militares en Gaza, lo que ha provocado innumerables conflictos armados, hasta que ha tenido lugar el «Plan de desconexión» (2005). Con él, Israel ha ejercido un control sobre las fronteras, el espacio aéreo y marítimo, el registro civil, el suministro de energía y la construcción de infraestructuras. Tras la llegada al poder en 2006 del Movimiento de Resistencia Islámica (Hamás), Israel decide bloquear la Franja y, en 2007, tras el definitivo triunfo de Hamás sobre Al Fatah, declara a Gaza territorio hostil. Desde entonces hasta ahora las cosas han cambiado más bien poco.
Desde «los media», la imagen de Israel se nos presenta como excesos puntuales, imágenes efímeras de los errores de un país democrático; mientras que «los otros», los ciudadanos de Gaza, son musulmanes fanáticos. Imágenes sólidamente construidas y estigmatizadas de forma permanente.
Esto es así debido a que lo democrático posee la hegemonía del sufrimiento. Si seguimos con atención los informativos, podemos descubrir, incluso, la escala de valor de las víctimas. La situación de la mujer musulmana, los familiares de una víctima de un atentado terrorista, la muerte de un niño en Israel, o mucho más, la de un niño en EE. UU., acaparan los titulares de prensa y televisión, mientras que las catástrofes humanitarias del Congo o Darfur apenas aparecen.
Los «media» tratan de representar el conflicto actual contra Gaza como una lucha de iguales entre Hamás y la población israelí, pero merece la pena echar un ojo a los datos reales de la contienda: a un mes del inicio de la Operación Margen Protector se contabilizaban en Gaza alrededor de 1900 muertos —de los cuales, más de 447 eran niños— y más de 9800 heridos. De ellos, no sabemos ni siquiera cuántos eran miembros de Hamás y cuántos eran de la población civil. Del lado israelí, 64 soldados y 3 civiles murieron desde que comenzó el conflicto. Pese a la evidencia de las cifras en periódicos como El País, hemos disfrutado de titulares como «La guerra de Gaza vive la jornada más mortífera para ambos bandos» (20/07/2014) que hacía referencia a la muerte de 100 palestinos y 13 soldados israelíes; o «Los avances de Hamás ponen al 80% de los israelíes bajo amenaza» (09/07/2014). El premio lo consigue el periódico La Razón con su portada (17/07/2014) que reza: «Verdugos de su pueblo. Mueren cuatro menores palestinos en un ataque israelí que tenía como objetivo un miembro de Hamás. La organización se infiltra entre la población civil e impide su evacuación», y culpabiliza al propio pueblo palestino de las muertes de los cuatro niños.
La tarea del arte es dar la réplica a estas imágenes o visibilizar su ausencia, «el arte ha de ser la imagen que se obstina en aparecer en un intento desesperado por tocar lo real», la producción de esas imágenes pese a todo, imágenes arrebatadas al infierno de la barbarie democrática. Valga de ejemplo la famosa retransmisión de la muerte de Mohamed Al-Durra, las imágenes de niños tirando piedras a los tanques Merkava israelíes, o la triste secuencia del asesinato de cuatro niños palestinos que jugaban en la playa: cortocircuita el discurso oficial y despierta, al menos durante un segundo, la conciencia del espectador.
El sistema respalda a los «media» en la producción de imágenes fundamentales, abundantes, efímeras, espectaculares, construidas, cargadas de discurso oficial porque sabe que es ahí donde se produce la verdad que recibe el espectador. Pero el arte tiene la capacidad de destruir esa imagen-espectáculo y desvelar el discurso fabricado que se esconde en ella; puede reflexionar y analizar el fenómeno violento para llegar más allá de la superficie; y puede generar otras verdades que cuestionen la verdad única de los «media».
1 ŽIŽEK, Salvo. Sobre la violencia: Seis reflexiones marginales. Ed. Paidós, Barcelona (2009), p. 9 y ss.