Llevo más de media vida trabajando en Educación Ambiental (EA) y ni siquiera mis amistades más cercanas llegan a comprender del todo a qué me dedico. Sin embargo, no existe foro de pensamiento (oficial o no) o discusión sobre el estado del medio ambiente en el que la EA no se encuentre entre las propuestas más apremiantes de cara al mantenimiento de la vida (principalmente humana) sobre la Tierra.
El medio ambiente —y otras expresiones que lo nombran con mayor o menor rigor semántico: entorno, medio, ambiente, contextos, ecosistemas, etc.— ha estado desde hace siglos presente en los anhelos y demandas de los quehaceres pedagógicos.
Desde Rousseau, para quien «la naturaleza es nuestro primer maestro», hasta las actuales corrientes pedagógicas, numerosas personas dedicadas a la tarea de educar han insistido de uno u otro modo en la necesidad de acudir a la experiencia y al contacto con el medio como vía de aprendizaje, como fuente de contenidos o como contexto al que analizar para comprender su funcionamiento e interrelación con las comunidades humanas.
En la actualidad, numerosas autoras como María Novo (o yo misma, aunque suene pedantito) defendemos que ya no se trata exclusivamente de educar sobre y desde la naturaleza, sino también de educar por y para la naturaleza y el mantenimiento del equilibrio que permita el desarrollo de la vida (entre otras, la humana) en la Tierra. O incluso ir más allá, romper con la perversa lógica dicotómica que artificialmente ha hecho que las personas consideremos la naturaleza como algo ajeno a nuestro propio ser sin formar parte de nuestra esencia.
La situación socioambiental a nivel global es alarmante y aunque es un tema en el que no me voy a detener, me supone una realidad irrefutable. Por otro lado, que esta situación de crisis sistémica está directamente relacionada con la «cuestión humana» no me genera ni el más mínimo atisbo de duda. La totalidad de los indicadores de la crisis global (cambio climático, pérdida de biodiversidad, pérdida de suelos fértiles) están directamente relacionados con el sistema socioeconómico que basa su supervivencia en la depredación creciente de los recursos (vivos o no) de la Tierra. Sin embargo, si consideramos los datos que ofrece el Ecobarómetro de Andalucía, o cualquiera de los informes «oficiales» que analizan y cuantifican la percepción de la situación ambiental y aspectos relacionados por la población, vemos cómo esta relación no está ni de lejos interiorizada. Vivimos en una suerte de «ilusión» en la que los recursos necesarios para la sobreproducción de los bienes y servicios que nos invaden en nuestra sociedad vienen de la «nada» y vuelven a ella una vez no nos sirven, se estropean (antes de la cuenta y de manera programada) o simplemente pasan de moda.
Por tanto, es una necesidad urgente que comprendamos la relación entre nuestras decisiones cotidianas (como alimentarnos, vestirnos, movernos, relacionarnos) y la situación socioambiental, y que actuemos en consecuencia. Y mucho más, que interioricemos la relación que existe entre el sistema capitalista y sus apropiaciones de territorios, tiempos, cuerpos y voluntades, para agruparnos, organizarnos y provocar su transformación radical (o, más bien, su desaparición).
De esto, al menos a mi modo de entender, se tendría que ocupar y preocupar la EA. Sin embargo, y salvo honrosas excepciones, la realidad con la que nos encontramos dista mucho de facilitar o procurar procesos educativos reales en los que se aborden estos saberes. Por el contrario, nos encontramos:
- «Programas educativos» en los que bajo el lema de «lo que se conoce se protege» se muestran áreas protegidas, burbujas «naturales» y se «transfieren conocimientos» sobre nombres de plantas, animales u otras curiosidades, saberes a los que las personas participantes dudosamente podrán darle utilidad en su vida cotidiana. Permítanme un inciso para poner en duda el lema anteriormente mencionado. De poco ha servido a zonas espectaculares en sus orígenes como, por ejemplo, el litoral andaluz, que los alcaldes y alcaldesas, generalmente autóctonxs, conocieran el territorio para tratar de protegerlo.
- Trabajadorxs explotadxs que lo mismo «te montan» un taller de papel reciclado que uno de instrumentos musicales con botellas de «actimiel» que previamente se han tenido que beber aun a riesgo de una superpoblación vitalicia de la flora bacteriana (basado en hechos reales).
- Millones de euros empleados en campañas destinadas a que «aprendamos» a separar bien los residuos para que la empresa de turno le saque el máximo beneficio. Que yo no digo que no… pero habrá más temas y más urgentes, ¿no?
- Currículos oficiales que tras un intento débil de transversalizar la Educación Ambiental (sin proporcionar las herramientas metodológicas y conceptuales a maestras y maestros, todo sea dicho), han ido restándole presencia e importancia hasta hacerla casi desaparecer; si no, lean la ley Wert.
- Instituciones que se afanan por transmitir el discurso socialdemócrata y que censuran veladamente cualquier discurso que suene a crítico, pero que se apropian de los conceptos vaciándolos de contenidos y procesos. Que defienden el desarrollo sostenible que «lejos de querer que pare el crecimiento económico, reconoce que los problemas de la pobreza y del subdesarrollo no pueden ser resueltos a menos que se instale una nueva era de crecimiento en la que los países desarrollados desempeñen un papel importante y recojan grandes beneficios[1]». Y se amparan incondicionalmente en esta propuesta tiñosa de verde aun a sabiendas de que en las décadas que llevamos bajo su «doctrina», la situación, lejos de mejorar, ha empeorado y mucho.
- Instituciones públicas «guardianas del bien común» que evidentemente cada vez destinan menos recursos a estos menesteres y que cada vez se basan menos en la calidad y más en el mejor «im-postor» valorando solo los presupuestos más bajos, sin atender a criterios de calidad, de empleabilidad digna, etc. Espero seriamente que el tono amargamente irónico con el que uso los entrecomillados trascienda a la persona lectora.
En definitiva y desgraciadamente, una vez más, peroratas infumables que ocupan kilos de papel y millones de bits llenándolos de eufemismos camuflados de buenas intenciones que en su materialización se quedan en poco o nada mientras el Planeta, o la versión que permite la vida humana en la Tierra, se desintegra.
[1] Fragmento extraído literalmente de: Nuestro futuro común. Informe de la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo. Asamblea general de las Naciones Unidas. 4 de agosto de 1987.