¿Sería posible un Internet donde los sentimientos de comunidad y colectividad hagan frente y den lugar a alternativas ante las dinámicas competitivas y de acumulación de capital social que promueven los grandes agentes que están monopolizando la Red?
La hiperconectividad, la inmediatez y la accesibilidad del público a herramientas digitales han creado nuevos formatos y dinámicas de comunicación, como el meme, los virales, la mensajería instantánea y el microblogueo, capaces de sintetizar en muy poco espacio ideas complejas. Esto ha transformado las plataformas digitales en alternativas a los grandes medios de comunicación tradicionales. Por otra parte, Internet ha sido gentrificado por gigantes mediáticos que mercantilizan prácticamente todo lo que tenga una presencia digital. Esto ha reconfigurado radicalmente nuestros modos de producción y consumo de cultura.
Los ritmos de actividad humana están siendo condicionados a unas dinámicas de producción que se aceleran progresivamente. Nuestro día a día es agotador porque constantemente producimos o consumimos. Aunque sea en nuestro tiempo de descanso, invertimos energía en consumir productos que drenan nuestra atención. Y también, en el caso de las redes, convirtiéndonos en un producto: la audiencia.
El ocio se ha convertido en negocio. No es novedad que exista una industria que ha convertido elementos de nuestra vida cotidiana fuera del espacio de trabajo en mercancías. Muchas de nuestras relaciones a pie de calle se han ido diluyendo hasta acabar siendo sustituidas (en parte) por programas de tertulia en la TV (y ahora por sus equivalentes de internet). La ilusión de cercanía con quienes vemos tras las pantallas es cada vez más abstracta. Se generan relaciones parasociales con personas que creemos conocer y que ignoran nuestra existencia. A pesar de todo, seguimos con interés sus vidas.
El fenómeno influente (influencer) ejemplifica muy bien cuál ha sido el siguiente paso en la evolución de las dinámicas de consumo de ocio; gente que es famosa casi porque sí, que ofrece fragmentos de su vida, que consumimos en segundos, para quedarse
en nuestra memoria. Lo más sorprendente de esta fórmula es que funciona tan bien que está permeando hacia todos los ámbitos de la industria del ocio (y, por extensión, de la industria cultural), transformándola de un modo que resulta casi irreconocible respecto a lo que era hace poco más de una década.
La producción en masa de contenidos de rápido consumo en plataformas donde impera la economía del like da lugar a dinámicas de competencia agresivas. No solo dentro de la industria; también el público las asimila y convierte en parte de sus dinámicas sociales. Quizá no todo el mundo quiera ser famoso, pero bastante gente no estaría a disgusto ante la idea de hacerse un hueco entre las caras públicas del moderneo, del mundillo influente, de los nombres punteros del panorama cultural, etc. En definitiva: de ostentar posiciones de prestigio o poder que les (nos) hagan sobresalir.
Y ahí estamos ahora, entre el consumo en masa de contenidos rápidos para intentar mantenernos al día de lo que ocurre en el mundo y no quedarnos fuera de las tendencias actuales, y produciendo información y contenidos a una velocidad desmedida, en cantidades ingentes. En el momento que entramos en las plataformas hegemónicas (Facebook, Instagram y amigos) caemos en la ilusión de que quien no publica nada, no existe. Si no me hablan, o me hablan menos por mensaje directo, no me quieren. Si no recibo suficientes likes, no gusto yo o mi trabajo. Caemos en dinámicas de acumulación de capital social dentro de un mercado donde la atención es la moneda de cambio.
Aclaro: esto no es una crítica neoludita a Internet; criticar las herramientas y la tecnología es profundamente ingenuo. La raíz del problema aquí es el mercado desbocado metiéndose en nuestras vidas hasta el fondo y no dejando que tengamos siquiera un rato para nosotres en un espacio donde no estemos siendo objeto (activo o pasivo) de la actividad productiva. Y todo esto en un contexto histórico de precariedad («capitalismo tardío» lo llaman en la academia), donde grandes empresas se enriquecen a base de recibir contenidos gratuitos volcados a la red por la gente de a pie, que solo recibe a cambio la aprobación de sus iguales. No está mal eso de recibir aprobación y reconocimiento. Pero cuando las plataformas convierten eso en un constante concurso de popularidad, en competir por ver quién tiene mayor valía social en función de los seguidores que tienes en tus redes y encima lo monetizan sin que nadie más vea un duro, pues ya está feo el asunto.
Todos estos fenómenos, superfluos a primera vista para el público general, en última instancia acaban desbordando el mundo virtual y afectando a nuestra realidad física. Y no solo a la hora de relacionarnos en nuestro día a día con las personas de nuestro entorno, también nos convertimos en mercancía que estas empresas utilizan en beneficio propio y para fines poco o nada éticos. No olvidemos a Steve Bannon, Cambridge Analytica y toda esa ralea de personajes que en su momento catalizaron muy bien una combinación de datos de Facebook y la frustración de algunas subculturas del Internet más casposo para inclinar la balanza política a favor de Trump en 2016.
Internet hoy día no es un espacio neutral: cada año que pasa se encuentra más y más bajo el control de una serie de agentes que configuran ese espacio de forma muy parecida a cómo los bloques geopolíticos configuran territorios en beneficio propio. Todas las plataformas que el público general usa a día de hoy comparten unos mismos objetivos y están orientadas a reproducir y monopolizar de algún modo algún ámbito de la vida cotidiana.
Hay quien propone la desconexión digital y volver a tiempos más simples, a tiempos donde no se nos sobrecargaba de información y de relaciones sociales de bolsillo que invaden nuestros espacios de intimidad. No creo que sea la solución. Abandonar y obviar la importancia de las redes es dejarlas en manos de agentes muy poderosos con el poder de influir en nuestra cosmovisión y en nuestro comportamiento.
No creo que la Web 2.0 sea el mal encarnado. Gracias a esta reestructuración de internet pudimos disfrutar de plataformas como Wikipedia, algunos grandes foros temáticos o el Youtube primigenio (antes de ser fagocitado por Google). Hoy es más necesario que nunca reivindicar lo comunitario y generar sentimientos de pertenencia colectiva en Internet. Frente a la economía competitiva del like, los agentes de cambio social deben eludir la alienación producida por las grandes plataformas y desarrollar estrategias que permitan a la ciudadanía reclamar su agencia como sujeto activo en las redes, y no como objeto pasivo en el mercado mediático.