«Llévame a ver flamenco, pero que no sea para guiris.» (Cualquiera en Sevilla, 2019). La frase que habréis escuchado y pronunciado, marca el campo: flamenco y turismo. Pero ¿qué le pasa al flamenco pa guiris? ¿Por qué la gente lo evita?
El flamenco siempre está naciendo, hijo de su tiempo y contexto, y no podría estar ajeno como práctica artística moderna a la (des)regulación del mercado global del turismo. Tres millones de turistas llegan cada año a Sevilla y, salvo por venir en masa, no suponen nada nuevo al flamenco, donde siempre han estado presentes. Presentes e importantes, en una práctica que se internacionaliza casi desde que emerge en el s. XIX. Narrando, tocando y bailando; financiando, enseñando, trayendo y llevando… con pieles y lenguas muy diversas, han sido protagonistas y su mirada ha moldeado la historia de este género. El turismo de nuestro siglo, dispuesto a pagar precios elevados por disfrutar de una velada flamenca en un tablao, condiciona de igual forma sus artistas. Sus expectativas y demandas determinan la oferta de un flamenco de lunares y peinetas. Aunque este deseo no les queda restringido, everybody has a mairenist friend. La sevillanía, a menudo, también erotiza el estereotipo.
Pony Bravo fija en la letra de su tema Turista, ven a Sevilla, la hemos convertido en un lugar ideal, los tres conceptos clave de una práctica artística turistificada: no hay futuro cuando se pierde el encanto: Autenticidad. Cada sevillanx es turista en su ciudad: Exotismo. La tradición aprieta los dientes: Folclore. La obsesión por vivir experiencias «reales y verdaderas» responde al deseo de comprar el producto más cotizado del consumo postmoderno: la autenticidad. Algo que no esté impostado, que no se produzca en masa ni sea hecho por dinero, a eso se refieren con autenticidad. Será que todo lo demás es mentira. Lo auténtico, como concepto, existe porque la gente lo usa, piensa y actúa como si existiese. Y en el flamenco, como otros campos, la capacidad de definir, de pontificar su estética, es una cuestión de poder. El neojondismo quiso parar el tiempo en las décadas de los 50 a 70, estableciendo un canon en base al duende, lo mágico, la herencia, la sangre, lo espontáneo, lo puramente emocional. «Ea, ya está, esto es el flamenco. Y ahora, ¿qué hacemos?». Una fiesta cerca de la hoguera, cantando penas y con unos pelos morenos larguísimos. Todo lo demás, bien peca de no ser lo suficientemente flamenco. Al ostracismo de la historia: Marchena, Caracol y María Pastora Pavón, que vendían su cante en cafés cantantes de la Alameda. «Hombre, por favor, el arte como mercancía, ¡qué herejía!»
Establecida la autenticidad del flamenco, vamos a reproducirla. Macetas en las esquinas; una rueda de carro nómada detrás; la bailaora que no sea pelirroja, ni gordita, ni bajita, que parezca que no está ensayado; una letrita de hambre y otra de amor apasionado. Desgarros, fuego, lunares y escobillas interminables. Pero que no parezca impostado, que entonces este tablao no lo compra naide. Y es que ya decía Quevedo: «Buscas a Roma en Roma, oh, viajero, y a Roma en Roma misma, no la hallas».
Lo que premia en el tablao es lo plástico, la imitación de lo jondo (un sentimiento trágico de la vida, a lo Unamuno). El teatro debe aprovechar las posibilidades de la escena para reproducir imaginarios, pero es difícil disimular que no se trata de una vulgar imitación cuando se proyecta una fiesta espontanea en un tablao. Una industria que minusvalora y desaprovecha el trabajo y el talento de sus artistas, con relaciones laborales precarias, un canon estético impuesto y la fosilización de la expresión artística en un deber ser marcado como auténtico. En la búsqueda de un flamenco puro, la clientela se encuentra con una exaltación de lo cañí. La fantasía de una foto fija de algo que está en movimiento, que es anacrónico, que se mueve entre las lógicas de diferentes tiempos. Avisa la UNESCO:
el incremento del turismo puede tener efectos distorsionadores, ya que las comunidades pueden alterar el patrimonio para responder a la demanda de los turistas, (…). Existe también el peligro de que el patrimonio se fosilice mediante un proceso de folclorización o por una búsqueda de autenticidad, (…). Esto, efectivamente, podría hacer que se atribuyese al patrimonio cultural inmaterial un «valor de mercado» en lugar de su valor cultural, dejándolo expuesto a una explotación comercial impropia.
Que el flamenco se venda no es impropio de una música moderna y urbana como es, lo que aquí se cuestiona es el formato, plastificado cual fruta de supermercado: anti-ecológico, aséptico y nada apetecible.
Un producto más de la marca-ciudad, el flamenco es para la industria y las administraciones públicas un reclamo más. En Sevilla tenemos bien bonitos los jardines, abundan los coches de caballos, las casas encaladas por normativa, los geranios en la forja, albero y sangre, capirotes y, de último show, el flamenco. Un centro comercial al aire libre, un parque temático para el consumo. La Andalucía flamenca como una arcadia romántica, una terracita infinita. Del norte al sur, para consumir exotismo, Carmen con clavel entre los dientes, una excepción en occidente, un rincón salvaje para los sentidos huérfanos del turismo moderno.
Si la gente intuye la intención de este flamenco, no es de extrañar que prefiera evitarlo. ¿Quién va a querer ir a una fiesta donde no se rompan las formas? «No se baila para complacer, se baila para provocar», te recordaría Fernanda Romero. ¿Quién va a querer quedarse con la fotografía del estereotipo? ¿Quién va a perderse los coletazos, los problemas y las encrucijadas que implica que algo esté vivo? ¿Quién no usaría y manosearía el flamenco para arrojarlo contra el poder? Si se reduce un hecho social a una representación encorsetada de lo que viene buscando el turismo y la sevillanía como flamenco, este se apaga. La búsqueda de su pureza embrutece y encierra a una música que siempre ha transitado hacia lo inexplorado. Y si alguien sigue con el erre que erre de «lo auténtico», que se sume a una performance de FLO6x8, vaya a un potaje gitano en Utrera, lo disfrute con lo último de Rocío Molina o se meta en el instagram de la joven cantaora del momento. Abramos los teatros, las casas propias y comunes, multipliquemos nuestras puertas, ansiemos una ciudad libre de miedo.