Las distancias apartan las ciudades, las ciudades destruyen las costumbres. (Chavela lo cantó) (Las “autoridades” sanitarias recomiendan encarecidamente coger aire antes de comenzar a leer este editorial)
Me levanto por la mañana, las sábanas están sudadas (sin ser yo persona de sudar), desayuno, sudo, salgo a la calle, sudo, saludo al hombre que siempre desayuna en el bar que hay frente a mi casa, sudo, esquivo la caca de perro de la calle que me encarrucha al trabajo, sudo, camino sorteando los coches —tanto los aparcados como los que van circulando— porque en las aceras apenas hay sitio para que quepa un ser de mi especie (de momento, la humana), sudo, sigo caminando al trote cochinero para no llegar tarde, sudo, llego a la oficina y… frío polar. Bueno, a lo mejor exagero un poco, porque depende de la hora que sea o de quien haya llegado antes que yo, y de si ha conectado o no el aire acondicionado. Hace poco leía un chiste de estos que circulan por guasa denunciando el lamentable error que supone que su inventor no tuviera una calle en Sevilla. Pero, volviendo al tema, el caso es que llevamos unas semanitas que mi sistema endorfinolinfaticotérmicoemocional anda en continua contradicción. ¡Se suponía que salimos a la calle a tomar el fresco! Pero, claro, ¿qué fresco vamos a tomar en un mazacote de hormigón, hierros y asfalto, invadido por los coches y sus tubos de escape —que no es frescor, precisamente, lo que emiten—, aun y cuando se nota y mucho el descenso de densidad de personas por metro cuadrado urbano? La estampida es notable, sí, bien por la huida hacia lugares de mayor dignidad climática, bien por el atrincheramiento en nuestros cubiles, huyendo del señor bajito con bigote que sale a la calle con el secador gigante zumbando impíamente aire caliente que abrasa cuerpos y ánimos por igual. Y es que Sevilla tiene un calor especial.
Esta contradicción me lleva a analizar las contradicciones que implican el propio modelo de ciudad expandido y extendido por lo ancho y largo del planeta. Una de ellas, que me inquieta especialmente, es que con tanta gente junta de tantas calañas diferentes, saberes y procederes, ¿cómo no constituye el contexto ideal para dar soluciones colectivas y diversas que respondan a las características del territorio, a las costumbres y culturas de la gente, a sus necesidades reales…? Quizá sea una pregunta retórica, no lo sé.
El caso es que las ciudades son cada vez más iguales en aspecto y estructura, independientemente del meridiano en que se encuentren, cada vez responden menos a las necesidades de la propia gente que las habita. Las ciudades, además, maltratan especialmente a aquellas personas que le son más indispensables.
El devenir de las ciudades —entre otras cuestiones— con sus ritmos frenéticos, con sus distancias, con sus calles-pasillos tan poco apetecibles, con su necesidad de dinero para disfrutar de los espacios públicos, con sus trabajos esclavos para ganar dinero con el que poder disfrutar de los espacios públicos y de otros aspectos monetarizados de la vida… ha provocado que abandonemos la sana costumbre de ir a buscar a su casa a las otras personas con las que queremos comunicarnos y llamarlas al porterillo y que bajen y que nos demos un paseo, tranquilamente. Ahora, dependemos por completo para comunicarnos de unos artefactos que cada vez sirven menos para hablar y más para cualquier otra cosa, pero que a su vez dependen de una serie de infraestructuras que son mantenidas por unas personas que echan muchas horas en condiciones lamentables, por sueldos lamentables.
Las mismas cuestiones, ritmos frenéticos, trabajos esclavos para poder pagar la vida monetarizada, grandes distancias a recorrer diariamente… hacen que las mujeres que trabajan aquí tengan que contratar (en condiciones lamentables, nuevamente) a otras mujeres para que cuiden de sus hij*s, habiendo dejado a l*s hij*s propi*s en otro país al cargo de su madre, es decir, la abuela, que lógicamente está cansada.
Y es que, claro, ahí está la mayor de las contradicciones: ¿Cómo es que las ciudades, albergadoras de personas, no están pensadas para estas? ¿Cómo es que, hoy en día, están pensadas más para el beneficio de los poderosos —mercado, Iglesia, banqueros— que para que la gente respire, cree, se ría, se relacione y desarrolle una existencia que le permita ser personas con todas sus necesidades cubiertas? ¿Cómo es posible que, cada vez más, la propia ciudad, su estructura y las leyes que las regulan, inhiban la posibilidad de que la gente colectivice su energía, su creatividad, su existencia?
Sin ir más lejos, esta mañana me ha despertado una querida amiga a las siete de la mañana. «¡Buenos días, amiga!», le he dicho con los ojos aun pegados, sin darme demasiada cuenta de que esas no son horas para dar noticias normales. «Buenos días amiga —me ha respondido—, están desalojando Andanza».
Hoy, viernes 17 de julio, la Policía Nacional ha desalojado el Centro Social Autogestionado Andanza. Esta «casa del barrio» ha albergado reuniones, talleres, conciertos, debates, charlas, cursos, procesos de creación colectiva, una biblioteca, cine de verano y de invierno… Todo gestionado por gentes del barrio, para las gentes del barrio. Hasta el momento, ninguno de los edificios públicos ocupados por la Iglesia ha recibido orden alguna de desalojo. Al menos que se sepa.
¿Contradicciones?