«No hay futuro porque lo hemos dejado detrás.» Santiago López Petit
Estos tiempos de cambios críticos, con un capitalismo desbocado y seminal que nos arrastra hacia su magma original a la vez desarrolla tecnologías salvíficas en un movimiento pendular entre lo viejo y lo nuevo, el origen hay que buscarlo en la expansión comercial y financiera llevada a cabo durante los siglos XIII y XIV. Las ciudades-Estado del norte de Italia fueron las principales beneficiarias de la expansión comercial y quienes lideraron más tarde la expansión financiera de la economía-mundo europea, y tuvieron un papel fundamental en la creación de vínculos regionales a lo largo de la cadena transcontinental de transacciones que se extendieron de Inglaterra hasta China.
En la competencia feroz entre estas ciudades-Estado, Génova perdería frente a Venecia y la confederación catalano-aragonesa el control sobre gran parte de sus redes de comercio y acumulación de capital. Mientras el poder militar-comercial genovés estaba siendo desplazado de las regiones del Mar Negro y del Mediterráneo a lo largo de la mayor parte del siglo XV, soterradamente y como respuesta a esa crisis, las redes genovesas de comercio y acumulación se estaban reestructurando radicalmente, llegando a ser los banqueros mercantiles genoveses la clase capitalista más poderosa de la Europa del siglo XVI. Estos banqueros genoveses aprovecharon las oportunidades creadas por el colapso de los bancos privados de Barcelona en el crash de finales del XIV, para convertirse en los financieros más importantes de la península ibérica; llegando a controlar también el comercio castellano y a colonizar económicamente la taifa granadina.
Con estos antecedentes llegamos en el siglo XVI a la Sevilla centro del mundo, donde se estaba produciendo la primera acumulación sistémica de capital mundial. Una ciudad donde conviven esclavos, negros libertos, gitanos, franceses, ingleses, alemanes, belgas —flamencos sobre todo—, holandeses e italianos, de toda clase y condición, en la que se hablan casi treinta lenguas distintas.
Estas gentes foráneas acabaron mezclándose con cristianos viejos, conversos judíos y moriscos. En esa Sevilla no se era nada ni se podía nada si no era a través de la religión. La ciudad entera se convierte en un inmenso decorado barroco por el que desfilan personajes de toda laya, ricos y pobres; banqueros y comerciantes; buscadores de fortuna y esclavos; tribunales de la Santa Inquisición y reos de muerte. Zarabandas y fiestas, que para cuando termina una empieza otra, al ritmo de como llegaban al puerto de Sevilla los barcos cargados de oro y plata.
En el campo la vida marchaba por otros derroteros. Los señores de la guerra, grandes latifundistas que se habían apropiado de las tierras una vez terminaron de guerrear contra el moro, dejan de interesarse con la idea del Imperio, abandonan la Corte y se marchan a sus dominios: los grandes latifundios de Andalucía. Allí montan sus cortijos —sus pequeñas cortes—. Para ellos, la idea de progreso no venía marcada por la producción de riquezas a través del trabajo material. Mal que nos pese, respiramos lo mismo todas las gentes de esta tierra: el no pensar en mañana, el hacer lo que nos gusta. El modo de vida carpe diem, tan interiorizado en los valores y la cultura posmoderna e inmaterial del momento actual en el que vivimos, resulta que en esta tierra tiene más de cuatrocientos años de vigencia.
Las agrociudades, aldeas de la Baja Andalucía de fundación romana —todos los grandes pueblos de la Andalucía Occidental—, verdaderas fábricas agrarias que muy tempranamente van a dar lugar al origen de un proletariado del campo, personas que trabajan por cuenta ajena: los y las jornaleras. Estas gentes protagonizarán a lo largo de las siguientes centurias las más duras páginas de la lucha por la libertad y la dignidad como seres humanos. Sus revueltas y levantamientos se realizarán cada vez que las condiciones materiales e históricas lo permitan, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX.
En el presente, la no territorialidad del sistema financiero y las monedas virtuales evocan las ferias sin lugar puestas en marcha por la diáspora de la clase capitalista genovesa cuatrocientos años antes. A diferencia de las ferias medievales, estas ferias se hallaban estrechamente controladas por un grupo de banqueros mercantiles que las celebraron donde fue de su agrado hasta que se establecieron en el territorio verdaderamente neutral de Piacenza.
Los genoveses han inventado un nuevo intercambio —comentaba sarcásticamente el florentino Bernardo Davanzati en 1581—, lo que ellos denominan las ferias de Bisenzone[1], donde se instalaron inicialmente. Pero ahora se han instalado en Saboya, en Piamonte, en Lombardía, en Trento, precisamente fuera de Génova, y allí donde lo desean los genoveses. Así, se les debería llamar Utopía, es decir, ferias sin lugar[2]
En realidad las ferias genovesas eran una utopía únicamente si se observaban desde la perspectiva de las ciudades-Estado en declive y de los emergentes Estados-nación. Desde la perspectiva del espacio de flujos de la diáspora de la clase capitalista, constituyen por el contrario un poderoso instrumento de control de la totalidad del sistema de pagos interestatal europeo. Los flujos de mercancía y los medios de pago eran de hecho internos a la red no-territorial del comercio a larga distancia y de las altas finanzas, controlada y gestionada por la élite mercantil genovesa mediante el sistema de las ferias de Bisenzone.
La red de intermediación comercial y financiera controlada por la élite mercantil genovesa ocupaba lugares, pero no estaba definida por los lugares que ocupaba. Mercados como Amberes, Sevilla y las ferias móviles, fueron todos ellos tan importantes como Génova misma para la organización del espacio de flujos mediante el cual la comunidad de banqueros mercantiles de la diáspora genovesa controló el sistema intereuropeo de pagos interestatales. El sistema se definió por los flujos de metales preciosos, de letras de cambio, de contratos con el Gobierno imperial de España y de excedentes monetarios que conectaron estos lugares entre sí. El modelo posmoderno lo constituye el mercado de capitales, una de cuyas características notables es que no tiene un centro definido. Físicamente consiste en redes de teléfonos y ordenadores esparcidas por todo el mundo; teléfonos y ordenadores que pueden utilizarse también para otros propósitos diversos de los negocios con capitales.
Por el momento no sabemos si estamos ante un capitalismo terminal o por el contrario es una coyuntura llena de dificultad que en algún momento acabará superándose. El futuro no está escrito y depende mucho de lo que hagamos las personas colectivamente.
[1] El nombre italiano de Besançon
[2]Arrighi Giovanni, El Largo siglo XX. Ediciones AKAL, Madrid, 1999