Hace un tiempo que estamos dándole vueltas a este artículo y, probablemente, no es casual que nos hayamos atrevido a escribirlo justo cuando le hemos cambiado nombre y extensión a la sección. A pesar de que desde El Topo le dábamos espacio a visiones alternativas de la economía, el asunto nos imponía demasiado, el Homo economicus nos daba más miedo que el coco y temíamos que lo que fuéramos a decir careciera de interés
De lo que queremos hablar —no sabemos si lo conseguiremos— es precisamente de aquellos aspectos de la economía más apegados a nuestro día a día. De nuestras finanzas y precariedades, de nuestra relación con lo laboral. Consideramos que en nuestro relato hay elementos que, en mayor o menor medida, nos atraviesan a muchas, pues son generacionales: la incertidumbre o la precariedad económica y laboral. Otros forman parte de nuestros privilegios: poder acceder a trabajos en blanco o que en el alquiler nos pueda avalar algún familiar. Otros son elegidos: una búsqueda incesante de maneras y estrategias para poder vivir más y trabajar menos.
Nuestra generación es esa de la que dicen que tiene fragilidad financiera, pérdida de poder adquisitivo y mucha dificultad en el acceso (y mantenimiento) a la vivienda y al mercado laboral.
A veces nos cansamos de que todo gire en torno al trabajo, todo o casi todo dependa de lo laboral. Una vida en la que hay que amoldarse a él, entregarle un tiempo y unas energías desmedidas (a veces todo tu tiempo y toda tu energía), mudarse a donde esté el curro, aunque suponga dejar atrás tu red de amistad o familiar, tus aficiones, tu sitio, soportar jerarquías dentro de la empresa en la que trabajes y fuera de ella al tener que jerarquizar tu vida (ocio, relaciones, militancia, etc.) en pos del trabajo… El empleo se convierte en la piedra angular, en lo que ordena el resto de facetas de la vida. Y sacrificas algunas si hace falta.
Y por esto, elegimos no dejarnos llevar, no meternos en la vorágine de una vida asalariada en la que no nos sentiríamos nosotras. Elegimos vivir, vivir en comunidad, y pensar y soñar con un futuro más autogestionado y autónomo. Y, moviéndonos entre la precariedad sistémica y la elegida, apostamos por economizar nuestra existencia e intentamos poner en práctica la reutilización (intercambiamos ropa con las amigas, por ejemplo), el arreglo (alguna somos más manitas que otras, pero todas vamos aprendiendo) o la creatividad y el hazlo tú misma. Ya que, si la vida parece estar ordenada en torno al trabajo, evidentemente también lo está en torno al dinero, con el que mezquinamente nos recompensan cuando producimos.
Todo esto nos permite dedicar tiempo a cosas que nos importan: nuestra salud, los vínculos afectivos, la
militancia, etc. Atendernos a nosotras, a nuestros cuerpos y procesos, a la forma en la que entendemos la salud y la de las nuestras. Poder parar, pensar, mirarnos y entender, o intentarlo, qué nos está pasando. Eso sí, cuando para cuidarnos necesitamos pagar por los servicios de especialistas o de alguien más preparada que nos guíe en el proceso, la cosa se complica. Ahorramos para poder ir a terapia o, aun más, para el dentista. ¡Parece que poder tener dientes sanos es cosa de ricxs!
No podemos obviar que esas elecciones que hacemos también nos traen aparejadas preocupaciones, desencuentros y limitaciones. Según en qué ambientes, el no trabajar o, más aún, el rechazar un trabajo o dejarlo, es un motivo de crítica o poco entendimiento. A nosotras mismas, a veces, nos atrapan los miedos. Por ejemplo, miedo a llegar a ser una adulta mayor precaria; ser jóvenes nos ayuda a tener esta forma de vida, pero ¿la queremos para siempre?; ¿podremos o, mejor dicho, querremos irnos a vendimiar cuando nuestra edad no empiece por 3?
A veces también extrañamos la estabilidad y la seguridad de un trabajo o un hogar en propiedad. El descanso mental que supone no andar echando cuentas, poderte permitir unos cuidados o cierta comodidad, saber que de donde vives, en principio, no te van a echar —decimos en principio, porque aunque estés de alquiler y puedas pagarlo, también puede ser tu bloque objeto de una especulación turística que eleve brutalmente el precio o que convierta tu piso en un apartamento turístico—.
Cada vez más jóvenes vamos a terapia. Privada, por supuesto, ya que la opción de la Seguridad Social es escasísima, y resulta ser prácticamente un privilegio para quien puede apartar cada mes un dinerito en su particular cuenta la vieja. Además de congratularnos por la ruptura del tabú de «ir al psicólogx» que supone ese aumento, también cabe preguntarnos si al menos parte del mencionado aumento se explica por esas precariedades, incertidumbres, exclusiones y explotaciones del capitalismo neoliberal que nos aplasta a muchas. Consideramos que una buena salud mental está muy ligada a que tu trabajo te permita desarrollar tu proyecto vital —y no al revés: que tu proyecto vital se doblegue a tu situación laboral—.
Pero entonces también nos acordamos de que esta precariedad en la que surfeamos no es solo la nuestra, es también la de todo un sistema capitalista que explota, que intenta constreñir la vida, que escatima el derecho a la vivienda y que no deja, o pone muy difícil, salirse de lo establecido. Y también tenemos presente que nuestra situación parte, como decíamos al principio, de bastantes privilegios, pues como mujeres cis, blancas, no discapacitadas y con estudios, ya tenemos bastantes obstáculos salvados, podemos salir a la calle y participar de la vida y la sociedad sin que nos acosen, agredan o discriminen por la orientación sexual, la diversidad, la raza o la expresión de género.
Al final, como en todas las facetas de nuestra disidencia, buscamos la forma de compaginar nuestras ideas con la sociedad/sistema en la que vivimos, siendo fieles, reflexivas y profundas. Intentando no volvernos locas y asumiendo las contradicciones. Unas veces estamos peleonas, muy seguras de nuestras convicciones, y otras nos dejamos llevar, cansadas de pensar, de darle vueltas a la cabeza.
Y pensando en el futuro, y en ese miedo que nos asalta, fantaseamos con proyectos propios, que nos motiven y enriquezcan, pero también que nos aporte en lo económico. Solemos imaginarnos con las amigas en proyectos colectivos y fuera de la ciudad. Algo hemos probado, pero hay que confesar que el bloqueo y la inseguridad juegan malas pasadas.
Al final de nuestra pequeña reflexión, lo que queda claro es que «es la economía, estúpidx» aquello que, desgraciadamente y aunque no le queramos hacer mucho caso, sigue marcándonos las posibilidades, los miedos o los proyectos vitales; y también que «no es solo la economía, estúpidx», porque siempre defenderemos la idea y la práctica de que hay grandes cosas o cositas que podemos hacer para escabullirnos de sus tentáculos y topetazos.