La gallina es solo la forma que tiene un huevo de hacer otro huevo
Samuel Butler
El puerto franco de Ginebra es un inmenso almacén, gris e impersonal. Entre otros bienes de lujo, allí se almacenan más de un millón de obras de arte, incluyendo famosas obras maestras que pueden llegar a cambiar de manos varias veces sin salir de este espacio para decorar el cuarto de baño de algún millonario excéntrico. Su especial condición fiscal exime del pago de impuestos estas operaciones, desnudando al arte en una de sus funciones principales dentro de este sistema: el servir como artefacto especulativo, dentro de la teoría económica del más tonto. Siempre habrá alguien que lo comprará más caro, a no ser que el tonto acabes siendo tú.
El mercado global del arte —en una situación acelerada por la COVID-19— se halla en decrecimiento, según el informe de 2021 de Art Basel. El año anterior se redujo un 22% el montante global de las transacciones, que ascendió a unos cincuenta mil millones de dólares. Una magnitud cercana al PIB de Serbia o Costa Rica.
Sin embargo, en el último año las transacciones digitales doblaron su peso en el total y ahora suponen la cuarta parte del volumen. Los mercados del arte son conscientes de las implicaciones de estas cifras, que podrían tener que ver a su vez con un cambio cultural. La generación milenial, nativa digital, es ya la principal compradora de arte a nivel mundial.
Cuando el sabio apunta a la luna, el tonto mira al dedo. Los non-fungible tokens (NFT), o vale no fungible, son el resultado de una operación informática muy compleja y descentralizada. Viene a ser el sello de un notario, capaz de afirmar de manera verificable que algo es lo que dice ser o vale lo que dice valer. De este modo se puede registrar la compraventa del original de un bien digital y, por ende, su propiedad, convirtiéndolo en un bien escaso, especulable por derecho propio, como un cuadro cubista o la casa donde vives.
Este sello se halla dentro del ámbito de una criptomoneda que es, usualmente, el medio de pago. La moneda con más fuerza en este campo es el ethereum. Esta divisa alcanzó a mitad de abril el pico histórico de su valor, en pleno auge mediático de ventas millonarias de obras de arte digitales usando NFT.
Y es que el arte digital se ha convertido en su nicho inicial. Se les presenta como catalizadores de un mercado más transparente y con menos intermediarios que el del mundo material y una herramienta de retribución para el artista digital, que ahora puede sobrevivir, incluso compitiendo en igualdad de condiciones con el artista que opera en el mercado tradicional. Pero por ahora, y al igual que en este, todo parece indicar que el sistema beneficia mucho a una minoría, mientras la mayoría no gana e incluso pierde dinero, ya que las principales plataformas operan con tasas no despreciables, como cualquier otro intermediario.
Pero la implicaciones de esta tecnología transcienden al arte, ya que prácticamente cualquier cosa se puede vender mediante este sistema.
La siguiente gran cosa. A medida que el capital social, cada vez más, se posee y ejerce dentro de la virtualidad de la red, surge una economía dirigida a nuestras representaciones digitales, a nuestros avatares, a nuestro «metaverso».
El concepto no es nuevo. Acuñado en Snow Crash, novela de ciencia ficción de 1992, el término se refiere
a la convergencia de la realidad física y virtual en un espacio en la red. Tomó momento en pleno auge de Second Life, pero su vigencia pareció caer con la de aquella plataforma, quedando lejos del radar de los medios generalistas. Pero ha seguido evolucionando y tiene destacados apóstoles como Mark Zuckerberg.
Destacada. Un aspecto destacable de esta tecnología es su posible consolidación en esta economía.
Por ejemplo, ya en 2019 se vendió mediante NFT la primera pieza de alta costura digital, Iridiscence, por más de 9 500 dólares. La clienta ahora, por ejemplo, puede vestirse con ella en sus historias de Instagram. Otro ejemplo es la Casa en Marte, vendida del mismo modo por medio millón de dólares. Este modelo 3D se podrá usar en aquellas plataformas que operen en metaversos tridimensionales, de manera que el cliente podrá invitar a sus amistades a una fiesta virtual en pleno confinamiento de la decimoctava ola. Y es que los NFT son el instrumento perfecto para generar este mercado ya que son capaces de crear la exclusividad necesaria para un producto de lujo digital y su conversión en otro bien especulable.
Ecología del metaverso. Los algoritmos que sostienen monedas como el bitcoin o el ethereum (y los NFT, por tanto) no fueron diseñados con la ecología en mente. Son operaciones de criptografía extremadamente costosas y tienen una importante carga ambiental, debido a la elevada energía necesaria para alimentar todo el procesado.
Según un estudio del artista digital Memo Atken la huella ecológica de una sola operación NFT es equivalente a la energía eléctrica media consumida por una ciudadana europea durante un mes, con emisiones equivalentes a conducir un coche mil kilómetros.
Una edición limitada agrava el problema: en vez de vender una obra por mil euros, hacer una serie de diez ediciones de cien euros puede parecer razonable. Pero el coste ecológico no varía con el precio. Es exactamente el mismo para un millón que para un euro. Por ejemplo, en la plataforma NiftyGateway un artista lanzó una serie de obras que sumaban un total 800 ediciones. En menos de tres meses, dicho lanzamiento habría consumido 140 MWh de energía eléctrica, equivalente a 40 años de consumo eléctrico de la ciudadana anterior, con emisiones de carbono superiores a las de 100 vuelos transatlánticos.
Son cifras difícilmente defendibles para un modelo que se proyecta sobre la venta de bienes de lujo.
A medida que tocamos, fondo seguimos cavando. Los NFT, como otras propuestas basadas en la criptografía, son potencialmente interesantes, sobre todo considerando el futuro sin dinero en metálico que proyectan los Estados actuales y el recrudecimiento del control que ello conllevará. Pero, por sentido común, un interés subordinado de alguna manera al uso eficiente y proporcionado de los recursos y a su contribución al interés general.
Este mercado es un ejemplo paradigmático de la urgencia por empezar a reconsiderar —de manera personal y social— el coste ecológico de nuestro «metaverso», desde el ocio basado en plataformas de streaming (emisión en directo) a la compra de bienes digitales o al desahogo constante en el extraño espejo de las redes sociales.