«La vivienda es un derecho, pero también es un bien de mercado.» Así respondió José Luis Ábalos a las preguntas sobre el desacuerdo entre PSOE y UP a raíz de la nueva ley de vivienda que contempla el pacto de Gobierno. La paradoja del ministro no debe sorprender, puesto que está en la línea de la evolución ideológica neoliberal de los partidos socialistas en las últimas décadas. Sí sorprende, en cambio, si tenemos en cuenta que estamos ante el Gobierno más progresista de la historia. O eso nos han contado, porque en materia de vivienda, la afirmación no es cierta. El derecho a la vivienda no se puede garantizar sin regular el mercado, especialmente en grandes ciudades. La vivienda no es una mercancía como otra cualquiera. Al ser un bien raíz, su ubicación geográfica condiciona los precios, lo que explica que el mismo piso, con las mismas características, cueste más en el Arenal que en Amate. La vivienda, además, satisface una necesidad humana fundamental: el refugio, donde nos sentimos seguras, donde tenemos intimidad. Hasta en el epicentro del capitalismo global, Nueva York, lo saben y desde hace un siglo tienen políticas de control del alquiler. No es la única ciudad norteamericana: San Francisco, Los Ángeles o Seattle también han regulado los precios de los arrendamientos. Se trata de una política que el PSOE rechaza aplicar; pero ¿en qué consiste exactamente?
El control del alquiler significa que algunos propietarios privados que arriendan una o varias viviendas tienen un límite máximo fijado por el Estado en el precio de la renta. La política garantiza el acceso a la vivienda a un gran número de personas, asegurando su permanencia en las mismas, puesto que obliga a renovar contratos y evita subidas de renta abruptas. También impone unos estándares mínimos de habitabilidad. Esto es especialmente relevante en Nueva York, una de las ciudades más caras del mundo, donde casi un millón de viviendas tienen el precio regulado por ley, lo que se calcula que es un 40-45% del total del mercado de arrendamientos. El control del alquiler se fundamenta en que caseros e inquilinas no negocian los precios en igualdad, sino que los primeros se encuentran en una posición de poder y tienen la facultad de imponer condiciones injustas o arbitrarias en un mercado muy especulativo. Además, la regulación se legitima en que los propietarios de las viviendas intervenidas ya han recuperado la inversión que realizaron para construirlas: son objeto de control del alquiler todos los edificios de seis viviendas o más levantados entre 1947 y 1974. Los precios se fijan una vez al año en una comisión del Ayuntamiento teniendo en cuenta las características (año de construcción, número de habitaciones, tamaño, etc.) y la localización. Bajo el mandato del alcalde, Bill de Blasio, los precios han subido entre un 1 y un 4% anualmente, y con la pandemia se han congelado. La situación contrasta con las subidas de hasta un 8% permitidas cuando gobernó, entre 2002 y 2013, el multimillonario y entonces republicano Bloomberg.
Estas normas generales tienen excepciones. Por ejemplo, si la renta, con sus incrementos anuales, alcanza los 2 733 dólares al mes, se entiende que la vivienda pasa a estar en el mercado libre y el casero podrá aumentarla a su gusto. De esta forma, el programa del control de alquiler ha perdido casi 300 000 viviendas desde 1994. Cabe puntualizar que, en abril de 2021, el precio medio mensual de un alquiler de un piso de una habitación en Nueva York era de 2 500 dólares, y había descendido por la pandemia, tras llegar a rozar los 3 000 dólares en 2019. Otro supuesto por el que la vivienda puede dejar de estar regulada es si la propiedad hace una inversión considerable en ella. Por su parte, los propietarios de viviendas posteriores a 1974 tienen incentivos fiscales para que entren en el programa. Desde la perspectiva del inquilinx, si pasa a ganar más de 200 000 dólares al año, automáticamente la propiedad tiene derecho a sacar la vivienda del marco regulado. A estas excepciones se suman algunas deficiencias. Por ejemplo, debido a los tipos de edificios que se contemplan, la gran parte de los apartamentos controlados están en el norte del Bronx y de Queens o en barrios centrales de Brooklyn, lo que contribuye a cierta segregación, puesto que un buen número de personas beneficiadas por esta política son clases trabajadoras racializadas, en ocasiones jóvenes precarizadxs o mujeres migrantes. Estas personas también se favorecen de otras políticas en la materia, como las de vivienda pública, que si se han mantenido vigentes en el contexto desregulador del neoliberalismo ha sido gracias a la movilización constante de sindicatos de inquilinxs y colectivos por el derecho a la vivienda.
Estos mismos colectivos son los que, en el marco de la pandemia, han organizado la campaña #CancelTheRent con el objetivo de condonar miles de dólares de deuda que acumulan muchxs inquilinxs. La crisis de la covid-19 está haciendo emerger problemas estructurales del mercado de la vivienda neoyorquino, lo que demuestra que tampoco podemos idealizar el control del alquiler. A pesar de esta regulación, en 2017 se calculaba que el 45% del inquilinato blanco y el 57% del inquilinato negro y latino destinaba más del 30% de su salario a pagar el alquiler. Asimismo, en 2018 se produjeron casi 20 000 desahucios por impago del alquiler. La situación se solapa con las prácticas cuasi mafiosas de muchos caseros, de viviendas reguladas o en el mercado libre, propietarios individuales o empresas. Estas últimas han crecido tras la crisis de 2008, sobre todo las entidades financieras, que son dueñas de unas 100 000 viviendas con los precios regulados. Si la situación general es mala, incluso extrema para familias en barrios obreros, sería todavía peor si no existiera el control del alquiler. En Nueva York, como en tantas otras ciudades, existe una emergencia habitacional cada vez más acuciante. El control del alquiler no es una panacea y, de forma aislada, es insuficiente, aunque contribuye a combatir la especulación y dar seguridad en el acceso y disfrute de una vivienda para muchas personas con pocos ingresos. En definitiva, es una política intervencionista necesaria para compensar un mercado en sí mismo desequilibrado, que debe complementarse con otras políticas proactivas de vivienda para que sea eficiente y socialmente justo. Lo mínimo que esperamos del Gobierno más progresista de la historia.