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EL HÍGADO POR LA CAUSA – EL TOPO
nº45 | la cuenta de la vieja

EL HÍGADO POR LA CAUSA

Siempre he pensado que una o un antropólogo podría reconstruir una línea temporal de los movimientos sociales de una zona mirando en el cajón de las camisetas de cualquier activista o simpatizante. Os digo la mía, podéis jugar a ordenarla: La calle es de todxs, mayday, Indymedia Estrecho, La Huelga, varias de Casas Viejas (incluyendo la edición de culto con las letras en japonés), Andanza, a favor del parto respetado, de Mujeres Deciden, Libre Meeting, hackmeetings… you name it.

Otro indicador de solidaridad con las causas sociales es el diámetro de la barriga cervecera. Nuestros movimientos tienen un repertorio de recursos muy limitado a la hora de financiarse: la venta de camisetas, chapas y, por supuesto, las barras de los eventos. Que las multas del Estado lleven años pagándose con el hígado de las encausadas es pa mirárselo.

La cuestión de la parte económica de la autogestión es un debate que se repite a lo largo de los años en el seno de los movimientos sociales o, más bien, mini debates en los que se entremezclan varios nudos: cómo nos financiamos; qué trabajos se remuneran; dónde está la frontera entre activismo y trabajo; qué hacemos con las ayudas y subvenciones; ¿se pueden usar los espacios comunes para proyectos de lucro personales?; ¿podemos funcionar como si estuviéramos fuera del capitalismo? Cada una de estas preguntas tiene bastante tela que cortar, pero, además, todas se entrelazan en una maraña. La relación de los movimientos sociales con el dinero es, cuanto menos, conflictiva.

Este artículo no pretende ser un estado de la cuestión exhaustivo, además de por falta de tiempo de la que escribe, por la poca sistematización de experiencias y debates que existe al respecto y, por tanto, por la escasa teoría generada. Los procesos de recogida de información que hacen los movimientos sociales de sus experiencias y debates (o la falta de sistematización cuando se hacen) suponen una piedra con la que nos tropezamos una y otra vez, tanto en la práctica, manteniendo los mismos debates de colectivo en colectivo y de generación en generación, como en la teoría, resultando difícil hacer reflexiones que engloben la complejidad que intentamos abarcar o estudios con bases que se sostengan. Por tanto, nos vamos a centrar en hacer un repaso de los principales debates sobre este tema que he ido recogiendo de mi experiencia en diferentes colectivos a lo largo de los años y las conversaciones sobre estos temas.

Como preámbulo, cuando hablamos de movimientos sociales y dineros se me viene a la cabeza una reflexión que se hizo en un grupo de discusión feminista. Desde el feminismo se dice que a las mujeres nos produce recelo y pudor nombrar el dinero, ponerle precio a nuestro trabajo, introducir lo monetario en diferentes situaciones. Es fácilmente entendible dado que el capitalismo patriarcal se construye sobre el trabajo gratuito de las mujeres. Desde otro lugar, los movimientos sociales repiten algunos patrones de este comportamiento, no porque su trabajo esté invisibilizado, sino porque asumimos que meter el dinero en la ecuación es caer en las garras del capitalismo. Se buscan alternativas que intentan evitar el intercambio de dinero: trueques, bancos de tiempo… pero hay cuestiones donde el dinero es necesario, sobre todo para las multas y el pago de bienes como alquileres o, yo qué sé, cerveza.

Aunque pueda parecer que el pago de multas es algo anecdótico dentro de la economía de los movimientos sociales, por desgracia, suele convertirse en un elemento central de la misma, debido al progresivo aumento de la represión. El impago de las multas ha sido una estrategia que se ha propuesto desde ciertos sectores, negándose a financiar al Estado represor con el dinero que los movimientos podrían dedicar a iniciativas que se encaminen a destruir a este Estado. Sin embargo, no todo el mundo puede asumir declararse insolvente o vivir con embargos de por vida, ya que en la práctica te lanza a una vida sin bancos, cuentas a tu nombre, expulsión de trabajos en el sector público… lo cual estaría bien, si fuera por decisión propia. Numerosas circunstancias personales hacen que esto no sea siempre posible o que muchas no quieran cerrarse puertas por un tiempo indeterminado.

Bajo la misma lógica, podemos escapar del pago de un espacio mediante la okupación del mismo, lo que a la par nos permite denunciar la especulación salvaje que sufren nuestros barrios. Esta opción se encuentra, a veces, con el desgaste que pueden sufrir los proyectos pero, sobre todo, con la creciente ola de desalojos preventivos que han conseguido que hoy en Sevilla, no exista un solo centro social okupado al que acudir.

Siguiendo con la línea de huida de la materialidad de los dineros, podemos plantear la compra de productos alternativos de colectivos afines buscando trueques, aunque esto no siempre es posible.

Mucha más fuerza ha tomado la apuesta por la economía social, es decir, aquella que se organiza bajo principios de participación, cooperación y compromiso con la comunidad. Ahí hay de to: desde las pequeñas cooperativas ancladas a un barrio, hasta propuestas de mayor envergadura como, por ejemplo, Som Energia; pero desde ciertos ámbitos se sigue viendo como una opción soft en la lucha anticapitalista. Quizás la profundización de estas prácticas necesita darle una patada a las estructuras que organizan la vida cotidiana dentro del sistema capitalista: cooperativas de vivienda, procesos colectivos de generación de empleo, recuperación de espacios productivos desde lo común… y que estas experiencias dejen de funcionar como islas y se interconecten y, por supuesto, se multipliquen.

El esfuerzo consciente por salirse de la esfera clásica de la economía basada únicamente en el intercambio monetario nos deja varias preguntas: ¿es viable profundizar en este camino?, ¿se agota en algún punto donde ya no nos deja avanzar más sin tener que destruir algo? Pero, sobre todo, es necesario preguntarse si es posible que estos proyectos sean replicables y puedan extenderse o si, por el contrario, solo pueden darse en las circunstancias concretas que los han visto nacer.

El tema del trabajo y el activismo es otra relación tormentosa que da para culebrón. El rechazo a las actividades productivas dentro de proyectos comunes ha sido una constante en muchos colectivos e incluso se siguen teniendo sensaciones encontradas ante el pago por un trabajo que proviene del activismo o que de alguna manera esté vinculado a él. Prueba de ello son las numerosas críticas que se vierten sobre activistas que cobran por sus charlas o intentan sacar dinero de sus experiencias militantes. Quizás hoy comience a estar más normalizado, sobre todo, en los casos en los que se vincula al movimiento cooperativista como el caso de Can Batlló, recuperado por las vecinas y, en cuyo amplísimo espacio, se integran proyectos de artesanos como la cooperativa Fusteria Can Batlló. De nuevo, se nos quedan colgando algunas preguntas, como pelusillas en la escoba cuando barremos tras el debate, ¿es siempre fácil distinguir entre militancia y trabajo? y, aun en el caso de hacerlo, ¿es requisito indispensable para que una actividad sea considerada activismo o militancia que no esté remunerada?

Esta relación atormentada saca a la luz uno de los principales conflictos con los que se encuentran numerosos proyectos una vez que han pasado su fase inicial de subidón: la falta de estrategias para compatibilizar la militancia con las vidas precarias. La mayoría de los proyectos son inestables y dependen del trabajo militante, sin embargo, muchos de sus miembros se agotan a lo largo de la vida del proyecto o tienen que limitar su nivel de implicación porque necesitan dedicar gran parte de su tiempo a un trabajo que les permita acceder a ingresos.

La lista de proyectos imprescindibles que se quedaron por el camino porque las espaldas que los sostenían simplemente se agotaron es enorme. Y es que la militancia es difícil de mantener a largo plazo si no tienes colchones por otro lado, porque no genera ingresos, genera gastos. Invertimos tiempo, trabajo y, a veces, dinero. Y, como en un círculo por el que paseamos eternamente, volvemos a una pregunta conocida: ¿cómo se mantienen estos proyectos de 10 a 15 años vista? Desde luego, no haciendo camisetas que nosotras mismas nos compramos.

La búsqueda de una fuente de ingresos estables para los proyectos nos lleva a otro debate enconado en muchos movimientos sociales, la construcción de lo común con aportaciones de lo público y lo privado. Hablando en plata, el «temita» de las subvenciones ya provengan de instituciones públicas o privadas.

Podemos resumir destacando dos extremos básicos desde los más «puros» a los más «abiertos» y, en medio, la infinita gama de grises donde cada uno hace lo que puede. Cada colectivo adopta diferentes estrategias en esta dicotomía. Algunos lo tienen claro: no realizan ninguna actividad que cuente con financiación ni cualquier otra forma de colaboración con instituciones, ya que se considera un riesgo para la autonomía. Otros tienen una actitud reticente y pasiva, no buscan subvenciones ni colaborar con las instituciones, pero participan en aquello que se les proponga. Consideran que la búsqueda de subvenciones supone un trabajo en sí mismo, sobre todo, por la burocracia que implica y quita tiempo para realizar otras actividades prioritarias para el colectivo. Apuntan que las instituciones dificultan el trabajo más que facilitarlo.

Los más cercanos a la actitud abierta consideran que los colectivos aportan a la sociedad y a lo común por lo que valoran que merecen acceso al dinero público que se reparte a través de subvenciones, aunque se siguen detectando como un problema los ritmos que las instituciones manejan. Son dos lógicas de funcionamiento que chocan: instituciones decimonónicas frente a movimientos sociales del s. XXI. Como gran inconveniente: los movimientos sociales tienen unos ritmos más dinámicos y flexibles y para acoplarse al ritmo institucional son ellos los que tienen que frenarse, dejar de hacer. La estabilidad que ofrecen las subvenciones es relativa, además, ya que están sujetas a cambios de gobiernos o políticas o a la presentación de nuevas convocatorias. Como ventaja hay quien considera que para escalar las propuesta de los movimientos sociales a una base amplia de población, la implicación de la institución es casi imprescindible.

En general, los movimientos sociales caminan por una cuerdita en tensión entre la coherencia y la consecución de objetivos. Muchos apuestan por formas de financiación que no generen tantas contradicciones como las subvenciones, bien sean las aportaciones de socias o el trabajo voluntario de socios en proyectos que generen beneficios. Estas soluciones no esquivan el hecho de poner el sostén de los proyectos sobre hombros precarios pero, al menos, amplía y diversifica la base en la que se apoyan. Sin embargo, el trabajo de buscar nuevas socias y gestionar y cuidar a las existentes supone un extra de trabajo que recae sobre el núcleo más implicado.

En este pequeño y subjetivo repaso a los problemas de financiación de los movimientos sociales hemos visto que no todo es darse al bebercio por la causa, aunque sigue siendo una de las cartas que con más frecuencia sacamos del repertorio de prácticas; pero el resto de soluciones que encontramos no esquivan la precariedad a la que se someten los proyectos. Como veis, este artículo tiene preguntas y dudas, pero no respuestas. Lo que si nos queda es una certeza: la necesidad de poner en común estrategias, reflexiones y prácticas de autogestión con las que podamos seguir construyendo nuestros colectivos con menos ansiedad. Y cuidando un poquito nuestros hígados.

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