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Verdad, justicia, reparación… y género. Porque la guerra sí tiene rostro de mujer – EL TOPO
nº38 | todo era campo

Verdad, justicia, reparación… y género. Porque la guerra sí tiene rostro de mujer

Sabemos, en palabras de Rafael Escudero, que la Transición descansa en un siniestro pacto de equidistancia, amnesia y amnistía. Equidistancia porque aceptó equiparar un régimen legítimo con una dictadura derivada de un golpe de Estado. Amnesia porque impuso silencio y olvido sobre las atrocidades cometidas durante la guerra y los siguientes cuarenta años. Amnistía porque para garantizar la impunidad de quienes perpetraron esas atrocidades se aprobó una Ley de Amnistía que dotó a ese silencio impuesto de rango de ley.

Sabemos, por tanto, que los crímenes del franquismo, que son crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidio, siguen impunes.

Pero es menos conocido que estos crímenes afectaron de manera particularizada a distintos grupos, tradicionalmente excluidos, como las mujeres, las personas gitanas o aquellas diversas en lo sexual. Es decir, que nunca fueron neutros al género y no podemos, por tanto, tratarlos como tal.

Hoy queremos ponerles el rostro de las mujeres.

El impacto diferencial de la represión femenina se asentó en la particular visión de la mujer que impuso el franquismo, revirtiendo los avances que la Segunda República impulsó en materia de igualdad, emancipación y ciudadanía de las mujeres. La dictadura nunca castigó a los hombres por haber ocupado el espacio público, puesto que este era su espacio natural, pero represalió duramente a las mujeres que habían osado transgredir el modelo franquista de la madre-esposa al participar en manifestaciones, empuñar una bandera o vestirse de milicianas.

Fue, así, muy habitual el rapado como forma de humillación de las mujeres que, con su comportamiento, habían infringido ese modelo femenino del nacionalcatolicismo, tal y como ha narrado González Duro en Las rapadas. Se les cortaba el pelo al cero y se les obligaba a pasear por las calles de su pueblo o barrio tras ingerir aceite de ricino, para causarles diarreas y vómitos. Así, al ser despojadas de los atributos «esenciales de su feminidad» (la belleza y la limpieza) podían ser objeto de burlas y humillaciones de todo tipo por parte del público asistente.

A las mujeres, además, se las castigó por el denominado «delito consorte», es decir, por ser familiares de hombres de ideología contraria al franquismo, aunque ellas no lo fueran. Castigando a una mujer se escarmentaba a toda su familia, pues esta era el elemento clave para la ideología franquista y de él era garante la mujer. Constituía, además, un escarmiento diferido al hombre cuando recibía noticia de las humillaciones y vejaciones a las que se hubiera sometido a su esposa, madre, hermana o hija.

También destacan, como no, las violaciones. Tradicionales armas de guerra, hubo violaciones en ambos bandos, pero en cada uno adquirió una significación diferente. Los sublevados usaron la violación como medida punitiva de la población civil y explotaron como arma psicológica la amenaza de violación a las mujeres republicanas. Es de sobra conocida la alocución radiofónica en que el general golpista Queipo de Llano arengaba a sus tropas a violar a las «mujeres rojas».

Estas violaciones continuaban en cárceles, comisarías y otras dependencias y cobraron una dimensión específica en su aplicación a mujeres. Se empleó tortura sexual y en función del género con dos finalidades: castigar a la víctima por su condición política y humillarla o anularla por su condición femenina. Todo ello en el marco de la concreta afectación que el encarcelamiento tenía sobre las mujeres y, especialmente, sobre las más humildes, porque en ausencia del compañero (asesinado, desaparecido, huido) ellas llevaban las cargas familiares y el cuidado de las hijas e hijos. Además, muchas de las mujeres encarceladas quedaron embarazadas de falangistas, funcionarios o soldados. En estos casos, se esperaba, por ley, a que dieran a luz para ser fusiladas, lo que tenía lugar casi inmediatamente después. Sus hijas o hijos eran entregadas a familias afectas al régimen.

Y este es otro fenómeno que revela una dimensión de la represión que afectó específicamente a las mujeres: las desapariciones de sus hijas e hijos que, en los primeros años tras el golpe de Estado, se produjeron en las cárceles. Cuando las republicanas condenadas a la pena capital parían, eran ejecutadas y sus bebés desaparecían. Para el franquismo las familias republicanas (y señaladamente las mujeres presas) eran entornos desfavorables a la crianza, por lo que separar a las rojas de su prole era un modo de salvarla. Posteriormente, esta medida política se extendería y se consolidaría como un negocio, dando lugar a robos de bebés en maternidades de todo el Estado hasta entrados los años 90.

Finalmente, respecto a las desapariciones forzadas, queda aún mucho por investigar. Por un lado, existen muchos problemas para clarificar y cuantificar el número de mujeres desaparecidas y fusiladas durante la guerra civil y la dictadura. Pero también es necesario profundizar en las circunstancias en que fueron desaparecidas: ¿sufrieron violencia sexual también al ser detenidas? ¿Cuál fue el impacto en las mujeres de familiares desaparecidos? ¿Qué consecuencias para ellas tuvo el quedarse como cabeza de familia en una sociedad como fue la franquista? Y, sobre todo, ¿qué impacto tuvo en la sociedad que somos hoy?

Muchos interrogantes y pocas respuestas que es necesario que asumamos en lo individual y lo colectivo. Hoy, muchas víctimas y sus familiares llevan años ante la justicia argentina para pedir que se investiguen unos crímenes que se deberían estar investigando en los tribunales españoles; para pedir que se conozca la verdad, que haya reparación y justicia. Es obligado recuperar la memoria de un país entero y entender el impacto que estos crímenes han tenido en nuestro presente y tendrán en nuestro futuro, pues esta memoria es la de todas y todos: la del hombre ejecutado, la del niño robado, la del anciano que teme morir sin haber podido enterrar a sus familiares y, por supuesto, también la de todas las mujeres rapadas, violadas, torturadas o desparecidas… La nuestra.

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