Nuestra alimentación, y de forma más amplia la agricultura y la ganadería, es uno de los sectores claves en la situación de emergencia climática que padecemos. En agosto de 2019, el IPCC (grupo de expertes de la ONU) publicó su informe especial Climate change & Land, sobre las relaciones entre el cambio climático, la degradación de los suelos, la seguridad alimentaria y los flujos de gases de efecto invernadero (GEI) en los ecosistemas terrestres. El informe establece que un 23% de todos los GEI que expulsa el ser humano procede de la agricultura, la silvicultura y los usos de la tierra. Pero si se añaden las emisiones asociadas a la producción mundial de alimentos, esa cuota puede llegar hasta el 37%. Estudios realizados por otras organizaciones han calculado una contribución aún mayor del sistema agroalimentario global, de entre el 44 y el 57%.
Además de esta ingente huella climática, el informe alerta de los daños en la productividad del sistema agroalimentario, consecuencia del cambio en los patrones de precipitación y del aumento en la frecuencia e intensidad de fenómenos extremos, derivados ambos de la crisis climática. Las proyecciones no son buenas, previéndose un aumento en la frecuencia e intensidad de las sequías, particularmente en la región mediterránea y en África meridional, afectando así a la seguridad alimentaria de la población.
Así, el IPCC urge a poner en marcha múltiples acciones que ayuden tanto a contrarrestar la creciente degradación de los suelos y ecosistemas terrestres, como a reducir las emisiones GEI derivadas de su manejo. Muchas de ellas tienen que ver con la alimentación: prácticas agronómicas sostenibles para la producción de alimentos (incluyendo la agricultura y ganadería ecológicas, que incrementan los niveles de carbono en los suelos y reducen las emisiones GEI vinculadas a la fertilización mineral o las grandes densidades ganaderas); impulsar hábitos de consumo sostenible y saludable; la adopción de «dietas equilibradas» basadas en alimentos de origen vegetal, como cereales, legumbres, frutas y verduras, y un consumo moderado de alimentos de origen animal; o acciones para reducir el desperdicio de alimentos, responsable por sí solo de entre el 8 y el 10% de las emisiones GEI de todo el sistema agroalimentario.
Algunos trabajos han evaluado precisamente el potencial de reducción de emisiones GEI de algunas de esta medidas: si la agricultura devolviese la materia orgánica al suelo, se podrían neutralizar el 20-35% de las emisiones actuales; con la integración de la ganadería con la agricultura, se podría reducir otro 5-9%; con la promoción de circuitos cortos, un 10-12% adicional; y parando la deforestación, un 15-18%. En total, entre un 50-75% de las emisiones del sistema agroalimentario.
Por lo tanto, algo tan cotidiano, simbólico y universal como la alimentación es una de las herramientas estratégicas a nuestra disposición para combatir la crisis climática. Si bien nuestro consumo en hogares u hostelería está fuertemente condicionado por las decisiones individuales, hay un importante (y creciente) sector, el de la restauración colectiva, en el que las administraciones tienen una gran influencia para fomentar dietas más o menos sostenibles. En concreto, más de 1,8 millones de estudiantes de todas las etapas educativas no universitarias utilizan a diario (¡cerca de 200 días al año!) los servicios de comedor escolar en el Estado español. El 64% de los centros educativos ofrecen este servicio, determinante en un país con cifras récord en obesidad y sobrepeso infantil, y con un mercado laboral que tan pocas facilidades da para la conciliación familiar. Siendo utilizado por el 43,7% del alumnado de Educación Infantil y el 34,2% del de Primaria, el comedor escolar debería tener además una función educativa central que, en la práctica, ha quedado relegada a un papel marginal en la mayoría de los casos, como consecuencia de varias tendencias promovidas por las administraciones autonómicas, quienes determinan cómo se presta el servicio, su financiación, etc.
Dos factores destacan sobre todos los demás: la apuesta por el sector privado y el cierre de cocinas en escuelas y colegios, con los que las administraciones persiguen abaratar el coste del servicio. En el 81% de las escuelas y colegios es una empresa privada la que gestiona el comedor escolar (el 100% en varias comunidades como Madrid o País Vasco), mientras que solo un 36% tiene cocina en el propio centro. Esta externalización creciente y dominante crea un abismo entre los comedores escolares y los proyectos educativos: con menús marcados por una empresa a partir de criterios definidos por la consejería de turno, con monitoras precarias cuidando a les comensales sin apenas participación del profesorado o familias, y sin una cocina ni cocineres que, de existir, podrían ser partícipes de dicho proyecto (que por ejemplo aborde la crisis climática fomentando menús de temporada, un mayor consumo de verduras y menor de carnes) y adaptar los menús a las singularidades y objetivos educativos de cada comunidad.
Pero además, la mercantilización de la alimentación escolar resulta determinante para sus implicaciones medioambientales. La concentración creciente del sector en cada vez menos empresas (tan solo cuatro multinacionales se reparten el 58% de los comedores escolares en el Estado, muchos de ellos alimentados por grandes cocinas centrales desde los que salen miles de menús al día destinados a escuelas, residencias de mayores, centros de trabajo, etc.), hace inviable un suministro de alimentos descentralizado basado en granjas de proximidad, lo que reduciría las emisiones derivadas del transporte de los alimentos; así como una necesaria «personalización» de los menús a las preferencias de cada centro (aspecto determinante para reducir la cantidad de comida desperdiciada). ¿Y qué hay del consumo energético de la «línea fría», en el que los menús son enfriados a entre 0 y 4 ºC inmediatamente después de cocinados, transportados —a veces cientos de kilómetros— y conservados a esa temperatura durante días —incluso semanas—, para ser finalmente calentados en las escuelas antes de sus consumo?
Con un sector mayoritariamente delegado al sector privado, la entrada en vigor de la nueva ley de Contratación Pública en 2018 podría a priori paliar la alarmante carencia de criterios sociales y ambientales existente en la mayoría de normativas y estrategias sobre alimentación escolar y prevención de la obesidad (estrategia NAOS, programa Perseo, etc.) que sí incluyen aspectos nutricionales e higiénico-sanitarios. Dicha ley ha introducido modificaciones importantes en los procesos de licitación, como el principio de mejor relación calidad-precio, la introducción de criterios sociales y medioambientales, y la mayor transparencia.
No obstante, existe un temor entre múltiples actores agroecológicos en la eficacia de las medidas de la nueva ley, por varios motivos: 1) que las administraciones incumplan la obligatoriedad de incorporar criterios socioambientales, tal y como ya ha denunciado la Mensa Cívica; 2) que la complejización de los procesos derivados de los nuevos criterios perjudique a los actores económicos pequeños (como productores o pequeñas gestoras de colectividades), con menor capacidad de responder a exigencias administrativas o sistemas de monitoreo socioambiental frente a grandes empresas; 3) la muy limitada capacidad de las administraciones de supervisar la ejecución de los contratos y garantizar el cumplimiento en la práctica de unas mejoras medioambientales o sociales recogidas en el papel pero cuya ejecución complejiza o encarece el servicio.
Comedores escolares sostenibles y saludables para enfriar el planeta, ¡y mucho más!
Frente a esta dinámica de degradación de la alimentación escolar, cada vez en más territorios de la geografía española se ponen en marcha campañas o programas de defensa y mejora de los comedores escolares. Iniciativas que persiguen múltiples y complementarios objetivos, como reivindicar o potenciar la importancia de los comedores como espacio y recurso educativo, así como por su relevancia en la salud de los escolares y su papel estratégico para fomentar sistemas alimentarios más sostenibles.
Campañas activistas o sindicales, programas impulsados desde algunas administraciones públicas o proyectos de innovación social, vienen alimentándose de —y a su vez alimentando— una serie de hitos y dinámicas crecientes de cooperación entre diferentes actores (educativos, Ampas, ecologistas, agroalimentarios, académicos, etc.), tanto a nivel local como regional y estatal.
En Madrid, la cooperativa Garúa viene desde 2013 impulsando la transición agroecológica en más de 30 centros escolares. La transformación de los menús escolares, y la sensibilización y movilización de las comunidades escolares a favor de dietas con baja huella de carbono, es uno de los pilares de nuestro trabajo que se apoya —junto a la intervención directa en los centros— en la creación de diferentes materiales prácticos y pedagógicos disponibles en el banco de recursos en internet alimentarelcambio.es. De nuestro trabajo compartido con la fundación Fuhem (proyecto «Alimentando otros modelos»), y la fundación Daniel y Nina Carasso (proyecto «Alimentar el Cambio»), destacamos algunos aprendizajes.
Las comunidades educativas constituyen un entorno estratégico, pues son colectividades amplias donde conviven una pluralidad de actores y cuya composición es muy heterogénea, siendo una de las muestras más significativas de la diversidad de nuestras sociedades. Ante la inercia, la resignación y el menosprecio, conseguir que una comunidad educativa cambie de forma significativa la percepción de un problema como la huella climática de la alimentación y genere nuevos consensos; que reorganice su funcionamiento implicando a una parte significativa de la misma, y que desarrolle cambios en los menús, las políticas de compras, la gestión de las cocinas, los contenidos formativos o las celebraciones escolares, supone un enorme éxito.
Estas transformaciones comunitarias serán indudablemente conflictivas: donde algunas familias ven un aventurismo revolucionario, otras ven pasos insignificantes. El gran reto es conseguir y poner en valor los cambios institucionales que implican colectivamente a miles de personas, asumiendo que transformar realidades complejas exige de procesos sostenidos en el tiempo. A modo de ejemplo, el Ayuntamiento de Madrid se comprometió en 2016 a introducir progresivamente grupos de alimentos ecológicos y circuito corto en su red de escuelas infantiles municipales 0-3 años, que en el curso 2019/20 está formada por 69 centros públicos, sumando más de 7500 alumnes y varios cientos de trabajadores. La continuidad de esta línea política es precisamente incierta a raíz del cambio de gobierno en 2019. Estos proyectos van a a exigir la necesidad de experimentar con nuevos enfoques y herramientas, donde la dimensión pedagógica (actividades didácticas, comunicación, formación específica para los distintos actores,etc.) se combine con transformaciones prácticas (cambios en los menús, políticas de compras, grupos de consumo, huerto escolar,etc.).
Los proyectos de comedores escolares saludables y sostenibles tratan de llevar la agroecología a la mesa, tanto en su acepción metafórica como literal. En la parte metafórica suponen socializar el conocimiento y las propuestas ligadas a la agroecología entre el conjunto de la comunidad escolar, haciendo que se compartan nociones como agricultura ecológica, canales cortos de comercialización, proximidad, temporada, comercio justo o dietas menos cárnicas. Unos saberes que se comparten dentro del aula y en el comedor, en talleres con equipos de cocina y profesorado, en negociaciones con la empresa gestora, con la comisión de comedor, el AMPA y las comunicaciones a las familias. Y es que más relevante que sustituir unos productos por otros es cambiar los imaginarios culturales.
En la parte literal se trata de aprovechar las potencialidades que ofrece dar de comer diariamente a miles de personas para que la compra de alimentos realizada desde la Administración apueste por reconstruir circuitos económicos alternativos con pequeña y mediana producción lo más local posible, fomentar la alimentación ecológica o introducir nuevas recetas y menús, como vías para (entre otros beneficios) mitigar el cambio climático. El desafío es lograr que la comida que se sirve en los comedores alimente otros modelos nutricionales, agrícolas y socioeconómicos.