El feminismo ha experimentado un impulso considerable en los últimos años, llenando portadas de periódicos, conversaciones, calles y plazas. La Universidad, aunque más lenta a la hora de incorporar ciertos cambios, también se ha hecho eco del movimiento y ha abierto sus puertas a cursos, seminarios o incluso másteres centrados en la diferencia o la desigualdad de género. Por motivos evidentes, la transformación es especialmente visible en las ciencias humanas y sociales, donde las personas y las relaciones que establecen entre ellas constituyen el objeto de estudio por excelencia.
Entre los temas que, poco a poco, se han hecho un hueco en la agenda de investigadoras —y algún que otro investigador— se encuentra el del origen de la desigualdad entre hombres y mujeres. No se trata de un asunto novedoso; ya a finales del siglo XIX autores como Bachofen o Engels escribieron acerca de ello. Con posterioridad, antropólogas como Sacks y Ortner recuperarían el interés por esta problemática, entonces desde una perspectiva claramente feminista. El objetivo no era otro que intentar responder a por qué existen diferencias de poder entre mujeres y hombres que, de forma sistemática, sitúan a los segundos en una posición de privilegio.
Pero ¿qué hay del cuándo?
La inmensa mayoría de las publicaciones que entonces vieron la luz abordaban el asunto desde el por qué, buscando ejemplos de sociedades con funcionamientos no patriarcales. Sin embargo, muy pocos trabajos dirigieron su atención al cuándo. ¿Fue durante el Paleolítico Superior?, ¿en el Neolítico con la sedentarización y la domesticación de plantas y animales?; ¿tuvo la aparición y consolidación de la figura del guerrero durante la Edad del Bronce algo que ver con ello?
No es cuestión baladí responder al cuándo, puesto que hacerlo pone en evidencia su carácter de constructo, de artificio. Lo natural no debe ser explicado, lo cultural sí. Lo natural no tiene una fecha de inicio porque siempre ha sido así, lo cultural en algún momento nació y, si nació, también puede morir. A nivel teórico, tampoco esto es nada nuevo, ya lo dijo hace décadas Simone de Beauvoir. La novedad radica no en la teoría, sino en la práctica. Y aquí es donde la arqueología juega un papel fundamental.
Los restos materiales
En 1985 una escritora e historiadora estadounidense llamada Gerda Lerner publicó el libro La creación del patriarcado. En esta obra Lerner intentaba, por primera vez, rastrear los restos materiales de la dominación masculina, para lo que llevó a cabo un ambicioso estudio de las evidencias arqueológicas, artísticas y lingüísticas. Su investigación estuvo centrada en el Próximo Oriente y en ella cobraron especial relevancia las fuentes históricas, es decir, escritas. A partir de estas Lerner planteó la hipótesis de que el patriarcado se habría consolidado paralelamente a los Estados, durante el II milenio a. n. e., teniendo como elementos centrales el control de la sexualidad femenina, la legislación o la propiedad privada. Lerner marcó así una clara división entre las sociedades estatales y preestatales, y sugirió que los inicios de este largo proceso hacia la dominación se encontrarían en la Prehistoria. La pelota caía entonces en el tejado de la arqueología, única disciplina capaz de proporcionar información sobre las sociedades que no conocieron la escritura.
La península Ibérica
La investigación arqueológica occidental ha cambiado mucho desde la publicación de La creación del patriarcado. Aunque con particularidades propias y ritmos diversos, la transformación también ha tenido lugar en España, donde los trabajos de Arqueología Feminista o Arqueología del Género se han multiplicado. En ellos se cuestionan asociaciones tradicionales (los hombres cazaban y las mujeres recolectaban), se abordan aspectos antes no tratados como el papel de niñas y niños, o se hace hincapié en la necesidad de generar materiales de divulgación responsable que expliquen el pasado colectivo, y no solo el de unos pocos.
Todos estos trabajos han abonado el camino, sirviendo de soporte a investigaciones que intentaran recoger el testigo de Lerner para poder situar cronológicamente los orígenes de la desigualdad. Con ese objetivo en mente, en el Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad de Sevilla iniciamos hace varios años un análisis de las sociedades prehistóricas de la península Ibérica desde el Paleolítico Superior hasta la Edad del Cobre. Se trata de un periodo comprendido, aproximadamente, entre el 35 000 y el 2000 a. n. e., desde las sociedades nómadas cazadoras recolectoras que pintaron Altamira, hasta quienes vivieron en el asentamiento de Valencina y construyeron el tholos de Montelirio. Los resultados de esta investigación dieron su fruto en 2018 en forma de tesis doctoral, y hemos podido publicarlos recientemente en el artículo «Gender Inequalities in Neolithic Iberia: AMulti-proxy Approach».
El Neolítico y la dominación masculina
El análisis funerario y arqueológico de 2500 esqueletos de hombres, mujeres, niñas y niños procedentes de yacimientos peninsulares en el citado periodo sugiere que fue durante el Neolítico (entre el 6000 y el 4000 a. n. e. en la península Ibérica) cuando aparecieron las primeras diferencias de poder. Los datos muestran que los hombres fueron enterrados con más frecuencia que las mujeres, a quienes quizás se excluyó de ciertas tumbas. Sus esqueletos presentan evidencias de trauma (consecuencia de accidentes o golpes) de forma más habitual que los de ellas. Junto a los varones se depositaron puntas de flecha más comúnmente, y en el arte levantino aparecen en escenas de caza y enfrentamiento. Siempre que hay diferencias en el tratamiento funerario son ellos los beneficiados y ellas las relegadas a la segunda posición. Además, sus cuerpos, sus tumbas y sus representaciones tienen el denominador común de la violencia, ausente en los cuerpos, tumbas y representaciones de mujeres. Sabemos que el Neolítico fue toda una revolución para la humanidad. La nueva vida en poblados estables, la agricultura y la ganadería o el inicio de la acumulación de excedente modificaron completamente desde entonces y hasta el día de hoy nuestra forma de vivir y relacionarnos con el medio. ¿Se sentaron también entonces las bases del patriarcado? La cautela impide hacer afirmaciones rotundas, pero los datos señalan sin duda la progresiva vinculación de los varones con la violencia y el papel que esta jugó en el nacimiento de la dominación masculina. Que podamos responder con firmeza pasa por hacer más investigación, que esto sea posible depende en buena medida de que el feminismo siga presente en nuestras calles, nuestras plazas y nuestras conversaciones.