Podría haber sido que Pepillo Pérez, un punk de la Sevilla olivarera, se hubiese decantado por el ladrillo, la aceituna y la subvención. Podría haber sido que no hubiera tenido otra opción que de la del ladrillo, la aceituna y la subvención. Podría haber sido que su novia de Pedrera le hiciera desistir de la idea de ir a la ciudad a estudiar una carrera universitaria. Él mismo podría haber desechado seguir la pretendida senda de la prosperidad que marcaban los preludios del postcapitalismo patrio, que ya por entonces olía a tongo; a promesa vacía que se tragó toda una generación entre finales de los setenta y en los ochenta.
Podría haber pasado que Manolillo García, un jipi de la Sevilla capillita y capitalina, no hubiera podido escabullirse del sibilino martilleo opusino, siempre constante, que le acompañó durante sus años de instituto, para acabar en una universidad pontificia de cualquier ciudad del norte patrio. Podría haber sido que su padre, siempre cauto pero con constancia, hubiese convencido a Manolillo para que estudiara algo más útil. Hubiese sido más que deseable para Manolillo haber tenido agallas para salirse del camino que marcaba lo correcto: instituto, universidad y curro, para afrontar lo desconocido pero apetecible: guitarra, guitarra y guitarra.
Pero no fue así. Pepillo Pérez acabó hincando sus callos de temporero eventual de aceituna en un pupitre sobado de una antigua universidad laboral de Franco, que en esos momentos era la sede de una universidad del régimen socialista andaluz. Manolillo hizo lo propio. En la misma universidad; en la misma ciudad en la que había vivido desde que nació; en la misma casa de la que no se iría hasta casi la treintena. Pepillo, por su parte, compartiría piso con El Araña, un guarro sin parangón, y otros dos conocidos del pueblo. Una balda por persona en un frigorífico en el que tupewares de comida casera competían con mierda precocinada.
Ocurrió así. Pepillo Pérez entró en una abarrotada clase a finales de septiembre, en un año se cumplirán 20 años de aquello. Cruzó una mirada con Manolillo. Esbozaron una sonrisa un tanto tontorrona y vagas palabras, cortas pero directas. Con eso bastó para comprender que serían colegas. No hizo falta más boato. Sus pintas les delataban. Serían el lumpen entre el lumpen académico. Lumpen más deseado que real. Lumpen académico más real de lo que ellos mismos esperaban. Un jipi de mierda y un punk de pueblo entre proto-licienciadxs de una carrera de letras de esas con muy pocas salidas. Una especie de Trivial Pursuit de cinco años con preguntas sobre ciencias humanas. Más de cien personas que, tarde o temprano, terminarían invirtiendo años y kilos en academias de oposiciones, cuidando de la barra de un bar, del lado de quien sirve las copas o, simplemente, navegando por la precariedad y las diferentes ayudas al desempleo, siendo conocedores de que Suevos, Vándalos y Alanos cruzaron el Rin helado el día de san Silvestre del año 406. Esa sería la opción de ambos.
Pepillo y Manolillo despachaban litros de cerveza mientras discutían de música, política y literatura. Pepillo era más de punk; Manolillo flirteaba con lo que llamaban chándal metal. Pepillo era marxista-lenilista; Manolillo era eclécticamente anarquista. Pepillo prefería literatura zafia, oscura y bajuna; Manolillo no tenía tanto criterio. Por aquel entonces, Pepillo robaba libros como un acto de cotidiana necesidad. Ni la biblioteca ni su cartera, le daban para saciar sus ávidas ganas de leer. Leía mucho, dormía poco. Manolillo le apodaba, no sin cierta retranca, El lobo estepario. Autonomía, predilección por lo obscuro y arrojo en sus convicciones. Parecía que Pepillo tenía claro, ya a sus veintipocos, qué era lo que quería hacer y qué era lo que haría el resto de su vida. Manolillo admiraba y aborrecía a la vez esto de su colega.
Una mañana de septiembre, un par de años después de su primer encuentro, Pepillo Pérez anunció que se largaba. Cambió de carrera y de universidad. Al tiempo cambió de ciudad. Ambos colegas fueron poco a poco dejando de verse, de hablar de música, política y literatura. Hasta llegar a ser dos completos desconocidos.
Pasarían 18 años hasta que Pepillo y Manolillo se reencontraran una noche de relío, de esas de entre semana, en la Plaza del Pumarejo. Tal y como marcaba el ritual, una cerveza intermedió la charlotada. Pepillo habló de punk, marxismo-lenilismo y literatura zafia, oscura y bajuna. Manolillo se había equivocado en algo. Apuró su vaso de birra y se marchó del bar. Pepillo era el protagonista de la vida que siempre quiso vivir. Cantante de punk, pensador político y escritor.
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Este otoño será el primer otoño después de que Javier Jabato, escritor nacido en Estepa (Sevilla) en 1981 y buen amigo durante mis primeros años universitarios, haya fallecido. Cuando pensé en escribir algo sobre su obra, me pareció que Javi hubiese aceptado la ironía de verse reflejado en una historieta, como las que él escribió en su Post. Guerra. Primer invierno después y que reproduce, con algo de ficción, la forma en que nos conocimos. Me he imaginado este ejercicio como si aún pudiera leerlo. Me lo imagino riendo, a medida que fuera leyendo las descripciones que había hecho, intentando imitar tosca y zafiamente, la manera con la que él describía a sus personajes.
No soy crítico literario ni lo pretendo. No me veo capaz de encasillar la obra de Javier Jabato en corrientes y conceptos, probablemente inventados por la propia crítica literaria para autojustificarse. No me interesa si lo que hacía era lumpen-ficción o simplemente potaba lo que sentía en hojas en blanco. Quien quiera experimentar su literatura, que la pruebe. Lástima no poder disfrutar de él, además de de sus libros.
Para facilitar la tarea, a las atrevidas personas que se acerquen a la obra de Javier, copio y pego una breve biografía que aparece en último libro, publicado de manera póstuma y que tiene por título Sombrerito y las bestias (2018).
Javier Jabato (1981-2018) es autor de las novelas Caín o la literatura del odio (2009) y Parusía punk (2011), esta última publicada en Sudamérica; y de los volúmenes de cuentos Anti Disney Tales (2012), Estos días de noviembre (2014) y Post. Guerra. Primer invierno después. Sus poemas se han publicado en la revista mexicana Cocaína´zine (2010) y en los compilados Lumpen Manifest (2012) y Grimorios de la España cementerio (2013). Fue miembro fundador de la editorial fanzinera Caín´84 y es colaborador habitual de la revista de crítica musical el Musiquiátrico, así como del programa de radio libre Poetas de la dinamita. Es vocalista del grupo punk España Negra y encubre sus quehaceres musicales propios bajo el pseudónimo de La Cara de Bélmez.