Una vez más, el espectáculo de la infancia en las fronteras irrumpió en el panorama internacional, esta vez cristalizado en el llanto de menores de edad en los centros de detención para migrantes custodiados por la Patrulla Fronteriza en la frontera sur de los EE UU. De nuevo, la fuerza conmovedora de una infancia ahogada, encerrada y traficada por la creciente securitización (política impuesta al considerar la migración como una amenaza a la seguridad), arrancó nuestros sinceros deseos de un mundo mejor.
Los llantos de criaturas encerradas y separadas de sus familiares provocaron una epidérmica y fugaz condena a las políticas de Donald Trump. Y ya está, nada más. Tenemos tanta costumbre a que la infancia nos conmueva y nada más, que solo nos provoca pena, conmoción e impotencia. A principios de mayo, la política de «tolerancia cero contra la migración» de Trump, posibilitó poder presentar cargos criminales contra cualquier persona adulta que cruzara de forma irregular la frontera. Este procedimiento penal implicaba separarles de lxs menores con quienes viajaban. Unxs 2300 menores de edad fueron separadxs de sus familiares y detenidxs aparte entre mayo y junio de 2018. Son menores principalmente hondureñxs, guatemaltecxs y salvadoreñxs, que a menudo llegan huyendo de un contexto de violencia estructural, por lo que muchxs de ellxs son potenciales refugiadxs en México y en EE UU.
Pro Pública [1]recogió los llantos de estos niños y niñas separados y detenidos y, en pocos días, la presión internacional alcanzó tal dimensión que Trump firmó un decreto bajo los focos de la prensa. Este decreto no clausuró la posibilidad de aplicar la vía penal, sino que tan solo posibilitó lo que ya antes ocurría, que las familias no fueran separadas. La frontera poderosa que proclamaba Trump seguía siendo la consigna de guerra para liquidar cualquier resquicio de respeto a los derechos fundamentales de las personas migrantes.
Pero la infancia migrante, vista como objeto de compasión, está también presente en nuestras fronteras mediterráneas. Cómo olvidar el cuerpo de un niño sirio de tres años ahogado en una playa turca; y el clamor mundial que provocó en contra de las políticas migratorias asesinas europeas. Y nada más. El clamor se acalló y decenas de niños y niñas más siguieron muriendo ahogadas a las puertas de Europa los meses siguientes, pero ya no fueron noticia porque no fueron el primero y ya no tuvieron el derecho a la exclusiva de Aylán Kurdi. Una vez más, las políticas de la compasión se centraron en crear un sujeto compasivo y consumible, merecedor de nuestra inquietud y nuestra profunda tristeza; merecedor de una cooperación al desarrollo mediocre, racista y colonial, que también se alimenta del espectáculo de la infancia dócil y dulce. Y nada más. El inmovilismo que provoca la visión compasiva de la infancia pobre nos deja de brazos caídos. Pareciera que los derechos humanos no tuvieran mucho que ver con la infancia y la adolescencia migrante. Pareciera que el maltrato institucional hacia la infancia y la adolescencia extranjera no tuviera que ser denunciable. Pareciera que el racismo instalado en la mediocridad e insuficiencia de medios que acojan, acompañen, restituyan y cuiden a estos infantes de fuera, no pueda ser combatido. Nada más.
Sin embargo, las movilidades infantiles y adolescentes y el sujeto político que conforma esta población migrante menor de edad está poniendo en crisis la lógica del control fronterizo en el mundo. Las fronteras se pensaron para personas adultas. El discurso humanitario y el espectáculo de la infancia son insuficientes para nombrar y comprender la complejidad y las contradicciones de nuestros estados del bienestar ante una niña o un adolescente extranjero, solo, jugándose la vida debajo de los ejes de un camión para cruzar el Estrecho de Gibraltar escondido en la bodega de un ferry.
Los niños, niñas y adolescentes que se mueven de forma autónoma y migran sin cuidados adultos han sido y son parte activa en los procesos migratorios modernos y contemporáneos. Existe en estas movilidades una dimensión que permite desligar los intereses de la familia de los intereses de las personas menores de edad. Estas no son comprendidas únicamente dentro de las lógicas de dependencia de la familia, sino que la edad —como el género— descifra las relaciones de poder dentro de la familia y permite la subjetivación de sus integrantes. Los niños, niñas, adolescentes y jóvenes que migran de forma autónoma tienen unas circunstancias, recursos y objetivos propios. Las movilidades adolescentes nos hablan de fracaso de los sistemas educativos y de la precaria inserción laboral en los países de procedencia. Nos hablan de las violencias cotidianas, del deseo de buscar una vida digna.
En este contexto contemporáneo, la migración de los menores extranjeros de países del sur global a países del norte global, llama la atención de la academia, de las políticas de protección de la infancia y de extranjería, de los organismos internacionales y de las organizaciones de defensa de derechos humanos por varios motivos. Por un lado, son menores a proteger —según el derecho internacional— pero también son migrantes a controlar —según las legislaciones de extranjería— y, desde mediados del siglo XX, se generaliza un consenso sobre la construcción de la infancia como sujeto de derechos y merecedora de una forma específica de protección. Este consenso ha desarrollado toda una serie de formas de gobierno, legislaciones e instituciones internacionales centradas en la protección de los niños y niñas. Sin embargo, cuando el sujeto a proteger es un «menor de edad extranjero», se quiebran las titularidades de sus derechos: «no son de los nuestros», dicen algunos políticos.
Por otro lado, al hablar de una nueva forma de moverse, no solo nos referimos a las trayectorias que algunas personas menores llevan a cabo atravesando diferentes fronteras y países, estando expuestas a diferentes formas de violencia, extorsiones y situaciones de vulneración. También nos referimos al valor simbólico de la migración, que cuestiona las relaciones de género y generación dentro de la familia. Esta movilidad autónoma cuestiona la idea de una menor indefensx y pasivx; quiebra un sistema de dependencias y cuidados precario e implica una inversión en los roles sociales.
Nuestra frontera andaluza cada verano también exhibe la llegada de chavalería marroquí que cruza sola. Estxs adolescentes se han construido desde los medios de comunicación convencionales y discursos políticos heteropatriarcales y adultocéntricos, como un colectivo hipervisibilizado, criminalizado, invasivo, ingobernable y peligroso. Se les fotografía escondidxs y asustadxs en los bajos de los camiones que llegan a los puertos internacionales. Frecuentemente no se analiza más allá y se perpetúa una visión mediatizada y superficial sobre estos chicos y chicas y sus motivaciones y movilidades.
Frente a la visión compasiva e inmovilista urge comprender que solo la defensa de la titularidad de sus derechos es el primer paso para una acogida digna. Derechos y no compasión. Y nada más.
[1] Medio de comunicación que publicó la situación de personas menores en los centros de detención de EE UU.