Junto a no ser una chivata, no mentir fue de las pocas normas éticas que asimilé desde chica de manera consciente. Mentir me parecía horrible en cualquier circunstancia. Y aunque con el tiempo esto se ha ido flexibilizando, la mentira me es aún indeseable.
Y es que encuentro en la mentira una barrera hacia la libertad. A riesgo de plagiar con la siguiente afirmación a cierto mesías, la verdad nos hace libres.
Líbrenme las diosas de aplicar un listón moral a quien hace uso de enredos o mentiras de andar por casa. Yo me refiero aquí a la mentira como impedimento a la verdad, y a la verdad como ingrediente indispensable de nuestras historias, nuestra identidad. A esa verdad que nos permite comprender, tener la certeza de qué fue lo que ocurrió; de quién y cómo fuimos y somos.
Porque hay mentiras que son mucho más que mentiras. Las hay cuyas consecuencias modifican vidas. No tener acceso a la verdad destroza historias, horada huecos en líneas temporales y no deja que jamás se reconstruyan. Convivir con lo falso aleja, separa; amuralla hacia fuera y hacia dentro. Y todo eso nos deja presas de aquello que pasó, presas de la versión oficial, de quien nos mintió, de quien no se hizo cargo de la verdad.
En este país sabemos de lo que hablamos, por ejemplo, con su segundo puesto a nivel mundial en número de desaparecidos durante el franquismo. Podemos ver las consecuencias en un presente aún atado a heridas de guerra y gris represión, que nunca se cierran a base de obstruir la verdad durante ya más de 80 años. Y (esta es la parte que más me interesa de esta breve reflexión) lo mismo ocurre a nivel personal, pues lo que es pa’ fuera también lo es de carnes pa’ dentro. La mentira también nos puede dejar presas de nosotras mismas, del auto engaño, de nuestra incapacidad para reconocer ante nosotras cuál es la verdad, quiénes somos. Por ejemplo, cuando la herida es emocional y no la queremos ver y tiramos pa’lante, sin pensarla y, a ser posible, sin sentirla. O cuando somos nosotras quienes causamos daño a alguien, ¿le damos esa verdad?, ¿o más bien nos refugiamos en un silencio que le obstruye el camino a la sanación y la libertad? Lo no dicho, los secretos, nos pesan. Y cuentan, aunque no se digan.
La verdad, en cambio, trae libertad. Deja pasar el aire a los pulmones y abre la garganta; deja caer la coraza de falsedad que nos aplasta y nos separa de la otra, y de nosotras mismas. Incluso cuando todo está perdido, saber qué pasó y quiénes fueron y fuimos puede, al menos, traernos reposo y calma. Las heridas pueden empezar a sanar cuando llega la verdad y podemos desengancharnos del pasado.