El vuelo
El 15 de agosto de 2017 tomaba un vuelo Barcelona-Dakar para pasar dos semanas con Mahmud Traoré, un amigo africano que me enseñaría la región. Recién abrochado el cinturón, oí unos gritos angustiosos y estridentes que provenían de la parte trasera del avión. Numerosas personas nos levantamos de nuestro asiento para ver qué pasaba. Tal y como haría mucha gente, pedí permiso a mis compañeras de fila para que me dejaran acceder al pasillo. Fui directo a la tripulación y pregunté: ¿esto es una deportación? El silencio compungido de la azafata era una indudable respuesta afirmativa. Los gritos seguían y al girarme, el pasillo estaba ya lleno y en seguida se corrió la voz de que se trataba de una expulsión forzosa.
Comenzaron los debates y por lo que yo vi, era mayoritaria la disconformidad y extrañeza ante lo que estaba pasando. Había que tomar decisiones y la primera para mí (y para mucha otra gente en el avión) estaba clara: todo debía pararse ante una falta de humanidad como aquella. La claridad que en mi caso me impulsó se debe a una cierta familiaridad previa con la cuestión migrante. El impresionante libro Partir para contar, en el que el propio Mahmud plasma su vivencia como clandestino, fue para mí no solo la antesala de una gran amistad, sino también un acercamiento a los caminos que se trazan desde el África negra. Por otra parte, el gran trabajo del colectivo StopDeportación, uno de cuyos frutos fue una conmovedora y rigurosa charla de Eduardo Romero a la que pude asistir unos años antes, me permitió ser consciente al instante de la situación.
Nunca olvidaré el sosiego que me causó percibir cómo la solidaridad se expandía rápidamente, que enérgicamente surgían protestas espontáneas y que, al fin y al cabo, la ética no quedaba, como tantas otras veces, arrastrada en un rincón de nuestras conciencias occidentales a menudo limpias por desuso. Pero si algo me quedará marcado para siempre es la mirada desesperada de aquel chico maniatado: «no puedo volar, je suis malade». Nunca supimos nada más de él.
La selección
Al cabo de hora y media llega el primer y único aviso por megafonía: el comandante informa de que va a entrar la Guardia Civil para bajar al deportado y a todo el pasaje. En este momento se produce un evento completamente mezquino y jurídicamente dudoso: dos pasajeros (que precisamente eran de los pocos que se empeñaban en volar con los gritos del joven de fondo) se erigieron como testigos improvisados de un motín inventado. A dedo nos señalaron a seis personas al salir, procediendo varios agentes a nuestra retención sin que se nos explicase el criterio ni las razones. Cuando al resto del pasaje se le volvía a introducir, de nuevo se extrajo a otras cinco personas de manera similar. En total, a 11 personas, solo algunas de las cuales habíamos mostrado nuestro rechazo a aquella situación, se nos impedía volar a Dakar.
Las consecuencias legales
Pronto nos pusimos en contacto con Andrés Barrios, que ejercería como abogado asesor y que nos ayudó mucho. Las consecuencias legales que nos amenazaban podrían abrirse en tres frentes. Por un lado, estaba la posibilidad de un expediente por la ley de seguridad ciudadana. Por otro, podía ser que se abriera por la ley de Seguridad Aérea. Finalmente, Vueling podría acusarnos de los retrasos ocasionados y los consecuentes gastos económicos. El único frente abierto a día de hoy es el segundo: el comandante interpuso una demanda por haber «impedido el vuelo». Lo curioso de esta acusación es que hubo varias personas retenidas con las que el comandante no cruzó palabra ni interactuó en ningún momento. La arbitrariedad de nuestra elección destapaba lo chapucero de un proceso que, esperamos, se quede en nada. Lo inhumano de aquella expulsión legal de un chico en mal estado de salud nos forzaba, como en mi opinión debe ser en caso de contradicción, a poner la humanidad por encima de la legalidad.
La prensa y la verdad
En la prensa, muchas veces, el morbo desplaza la veracidad. Nuestra estrategia fue clara desde un principio: teníamos que contar lo ocurrido tal y como tuvo lugar. Solo así evitaríamos que se nos situara injustamente en un falso marco: el de un motín pergeñado anteriormente y no el de una reacción humanitaria, pacífica y espontánea de muchas personas, de las que algunas de nosotras éramos solo una muestra. Asumir la labor de atender a la prensa tampoco era sencillo. Cuando uno va a contar la verdad y está seguro de ella, se supone que todo ha de ser fácil, pero el temor a cómo se harían los extractos era inevitable. Hoy en día salir en la tele (o en internet) es como tatuarte: cualquier error, cualquier desajuste, cualquier salida de tono, cualquier pérdida del control de tus palabras será pública para siempre. Además, la acusación de protagonismo gratuito pende incluso sobre quien no muestre aprecio alguno por la fama. Pero pesar de todo, la decisión estaba clara: la verdad por delante a todo el que nos preguntase.
África
Con unos días de retraso volé y allí entendí en carne viva en qué consiste la diversidad de culturas. Mahmud nos enseñó su pueblo, otra manera de existir, y el distinto calibrado que puede darse a las necesidades humanas. Nos brindó una experiencia incluso terapéutica que hace redimensionar nuestros problemas de primer mundo. Probablemente, poquísimos europeos aceptaríamos llevar aquella dura vida rural. Pero a su vez, me pareció que esa existencia engrandecía a aquellas gentes sobre todo por la capacidad para hacer frente a todo sin remilgos, con su característico ímpetu vital y con sus coloridas sonrisas, de las que bien se podría aprender mucho en el a veces entristecido hemisferio norte.
Un simple testigo
Yo soy una persona normal. En la vida he hecho cosas de las que me arrepiento y cosas que me honran, como cualquier otro ser humano. No hay nada heroico en lo que hicimos y es cierto que, en alguna medida, todo lo que sobre ética digamos desde occidente queda enrarecido por el hecho de que nuestro bienestar se asienta sobre una gran injusticia. Simplemente, con estas palabras, trato de contar un suceso que ilustra bien una dura paradoja. Aquél día, 11 personas europeas no pudimos volar y se montó un revuelo del que se hizo eco hasta la BBC. Hoy, sin que sea noticia, millones siguen viviendo en un continente que hemos convertido «en una cárcel» (Mahmud), pero del que sin tapujos extraemos y consumimos sus preciados recursos. Es hora de adquirir conciencia de este desequilibrio y de que empiece a respetarse algo tan humano como lo que se le negaba a aquel joven ese día: la libertad de circulación por nuestro mundo.