Mañana. Luz. Sevilla. Hora de ir al cole. Bicicleta con Lucía — cuatro años —en sillita de atrás. Juego a ser tía — aprendo a montar en bici con niña a cuestas, nada de contramanos, nada de
auriculares, apenas nada de prisas, ni por asomo se me ocurre retar a cochesagresivos ni girarme
con cara de asco y el grito a punto de salir—.
— En mi cole hay mucho ruido.
— ¿Ruido de la calle? ¿Hay obras?
— ¡No! ¡Ruido de aprender!
Me quedo sin respuesta, dudo si preguntarle a qué se parece ese ruido, detalles, tra-duc-ción-por-
fa-vor. Demasiado tarde, llegamos al cole y a Lucía la engulle el pasillo, mochila en mano, sonrisa
puesta.
Salgo al asfalto, me olvido de los auriculares: ya imagino niñas corriendo por pasillos, abriendo la
puerta de una clase para mirar adentro y salir otra vez, con más niñas para más pasillos. Ruido de
moverse, ruido de espiar, ruido de llamarse. Niñas saliendo al patio, subiendo a un árbol, abriendo
el grifo de una manguera, haciendo barro con cubos de arena en medio de la pista de fútbol. Ruido
de lluvia de verano, ruido de sumar, ruido de deshacer. Niñas haciendo un boquete en la tapia
— mientras niñas distrayendo a quien vigila —, niñas saliendo a calle de atrás, de la calle a otra calle, de la calle a una plaza, niñas cambiando la hora de la-ciudad-por-la-mañana. Ruido de salir, ruido de escaparse, ruido de fugas.
Semáforo rojo. Pitido. Semáforo verde. Pitido más largo. Insiste. Vale, pedaleo, tran-qui-
no-ses-tre-se, tran-qui-no-es-pa-ra-tan-to. El termómetro del cruce dice ocho grados, dice ocho cincuenta y siete. Las niñas —los niños— que veo casi llegan tarde, corren, caminan rápido de la mano de alguien que tira de ellas. Como yo, que ya no me distraigo cuando se pone verde y pedaleo sin respirar.
Bajo la rampa y escucho el penúltimo ruido de la mañana — baja la puerta del garaje, como si me
dijera que sí, que no queda nadie más por entrar —. El último, la voz del ascensor: ter-ce-ra-plan-ta.
Ruido de oficina. Juego a ser gris.