Han pasado ya algunos lustros desde que Nancy Friday escandalizara a algunas mentes biempensantes con Mi jardín secreto (1973), una recopilación de fantasías sexuales femeninas narradas por sus protagonistas. Tres años más tarde, en 1976, vio la luz el Informe Hite: más de 3000 mujeres, entre los catorce y los setenta y ocho años, describieron, con sus propias palabras, sus placeres, frustraciones, y sus más íntimas sensaciones sexuales. Betty Dodson, educadora sexual norteamericana, enseñó a masturbarse a cientos de mujeres. En 1987 publicó Sex for One, un canto de amor al arte del autoerotismo y una invitación al conocimiento de nuestra propia genitalidad. En la sexualidad de las mujeres, como diría Carol Vance algunos años más tarde, en Placer y Ppeligro (1989), existe una tensión muy poderosa: de un lado, está atada al riesgo, el temor y la amenaza, del otro, es un terreno para la exploración, el placer y la actuación.
Muchas de las cuestiones que ellas plantearon entonces siguen teniendo plena vigencia hoy día. Y es que, sin ánimo de hacerle la cama al pesimismo, no sé si hemos retrocedido, pero tampoco es que hayamos avanzado mucho, porque cuando se trata de sexualidad las heridas vuelven a abrirse, las discusiones se tornan encarnadas y no hay manera de llegar a conclusiones certeras. Pareciera que aún no hemos entendido que cada una ha trenzado lo que acontece en su vida de forma singular, y de ello se deriva una manera propia de hacer con su cuerpo y su deseo. Por tanto, si lo que está en juego no es baladí y la pregunta es inmensa: ¿qué desean las mujeres? ¿de qué gozan las mujeres?… La respuesta nunca puede ser universal; y como no es fácil atravesar semejante incertidumbre, sentimos malestar. De ahí el tono aguerrido de los debates sobre temas tan espinosos como la prostitución, el porno, las fantasías sexuales, etc.
Una de las cuestiones mejor planteadas por las feministas prosex durante las llamadas «guerras feministas del sexo» de los años 80 y que, quizás, nos de alguna clave para poder dialogar, es que la lucha feminista ha de estar enfocada a mejorar las condiciones materiales necesarias para que las mujeres puedan vivir su sexualidad libre de coacciones y violencias. Sin embargo, cualquier intento de establecer una «sexualidad feminista» corre el riesgo de homogeneizar experiencias e imponer diagnósticos, de anular la subjetividad de cada una. Y es que el sexo es político, claro, pero la sexualidad humana no puede ser atendida únicamente desde lo político. Es bien sabido: contra los deseos, de nada valen unos sublimes discursos.
La sexualidad se puede reprimir e incluso sublimar, pero nunca se puede suprimir. El sexo no es lo que hacemos con los genitales para conseguir orgasmos, ni lo que tenemos en la entrepierna; es lo que somos. Somos sexo, y la sexualidad nos acompaña desde que nacemos hasta que nos morimos. Y es porque somos sujetos sexuados y sexuales que desarrollamos una erótica, que como dice Valérie Tasso en su libro Confesiones sin vergüenza (2015), es la manera que tenemos los seres humanos de vincularnos con los demás, y que incluye el amor, la ternura, el follar y facetas muchos más oscuras y siniestras de asociarnos con lo otro.
Cuando junto a Kim Jordan —bailarina, coreógrafa y movement coach de Seattle, residente en Barcelona— nos planteamos diseñar un workshop de sexualidad para mujeres, queríamos generar un espacio donde poner a dialogar disciplinas tan diferentes como son la sexología y el twerk o booty dance. Crear un espacio de educación sexual y trabajo corporal donde, además de tener en cuenta la estructura patriarcal en la que todas y todos actuamos, pudiésemos sacudir algunos prejuicios y, al mismo tiempo, aumentar el placer y la alegría. Así nació [Viaje al Centro del Placer] un taller donde hablamos de feminismos, del hecho sexual humano, de orgasmos, eyaculación femenina, autoerotismo y erótica compartida, de deseos y fantasías; dando recursos para que cada una pueda seguir investigando por su cuenta. También practicamos y enseñamos ejercicios para reconocer tensiones en el suelo pélvico, moviendo y fortaleciendo la musculatura pélvica y los glúteos a través del twerk.
Sobre este baile, igual que pasa con otros como el reguetón, pesa una mirada etnocéntrica y perversa. Por un lado, no hay manera de bailar libremente en el espacio de lo público sin que se entienda como una invitación a que el primer desalmado de turno te restriegue su cebolleta. Otra respuesta clásica, aunque esta vez del lado progre, es el intento de disfrazar actitudes racistas y clasistas en nombre del feminismo: ¡es un baile que cosifica a las mujeres!, ¡las letras son muy machistas! A lo que pregunto: ¿alguien puede decirnos qué género musical está exento de machismo? Es increíble ver la reacción que nos provoca ver a personas moviendo partes de su cuerpo que en nuestra cultura están consideradas como impúdicas o incluso vulgares. La Europa blanca del privilegio y la razón, de pelvis estática y culo rígido, ha reducido la sexualidad a lo que contamina, reprime u oprime y detesta las pasiones bajas características del sur periférico.
La palabra twerk se popularizó con Miley Cirus en los premios MTV de 2013. Desgraciadamente, hizo falta que una estrella blanca popularizara un baile íntimamente relacionado con la diáspora africana, al que además la cultura trans de EE. UU. ha hecho grandes aportaciones. Lo que tiene su origen en un baile de celebración de la sexualidad femenina, aquí se considera una provocación al incontrolable deseo masculino. Una vez más, se invita a las mujeres a recoger el cuerpo para no despertar al hombre del saco. Así, sobre la sexualidad masculina seguirá pesando una idea de animalidad que justifique perfectamente la violencia sexual hacia las mujeres. En fin, parece increíble, pero nunca huelga decir que no somos organismos instintivos, sino sujetos pulsionales con capacidad para tomar decisiones sobre nuestra sexualidad. Así pues no es una cuestión de animalidad sino de responsabilidad.
Kim, en esta entrevista[1], habla del privilegio masculino, del capitalismo y la religión —por nombrar solo algunos— como causantes de la mirada misógina que pesa sobre este baile. Añadiría, además, que la misoginia no solo está ahí fuera, sino que se ha hecho carne en nosotras y de muchas maneras llevamos alojada en el cuerpo la vergüenza de la que han querido hacernos responsable.
Quizá ha llegado la hora de autorizarse y hacer las paces con la vulgar, la calientapollas, la guarrilla, la zorra y la buscona que sacrificamos para ser tenidas en cuenta de forma seria, léase una buena mujer, y poder sobrevivir en un mundo gobernado por hombres. Quizá tengamos que zarandear la misoginia interiorizada, desactivar la dicotomía puta/santa y señalar que la causa del problema no está en nuestros cuerpos. La apropiación de nuestra sexualidad se torna pues indispensable y toma forma de resistencia. Queremos vivirnos desde el placer y ya lo estamos haciendo.
[1] http://www.gentnormal.com/2016/03/els-origens-del-twerk-entrevista-kim.html