El 12 de abril de 1811, trescientas cincuenta mujeres, niñas, niños y hombres de un condado de Inglaterra arremetieron a golpe de maza y fuego contra una fábrica de hilados, expresión material del modelo deshumanizado de mecanización que se estaba imponiendo. El maquinismo les arrebataba sus tiempos, sus ritmos y sus cuerpos. Y como todo acontecimiento que supone una confrontación real y legítima al capitalismo, terminó demonizándose y transformándose en leyenda.
El fragmento anterior hace referencia al movimiento ludita que a principios del siglo XIX se reveló contra la dinámica de industrialización acelerada. Una organización sin líderes, sin organización centralizada, sin libros capitales y con un objetivo quimérico: discutir de igual a igual con los nuevos industriales1. Pero el ludismo fue fagocitado por el olvido consciente de la historia contada por los vencedores.
Décadas después, a finales del siglo XIX, comenzaba a perfilarse el anarquismo como una corriente singular dentro del movimiento obrero, que incorporaba a su pensamiento elementos que van más allá de las relaciones de explotación y la lucha de clases. Planteaban su oposición a la burocracia y al centralismo, denunciaban la insalubridad de las fábricas y las aglomeraciones urbanas. Otras cuestiones como la crítica consciente a la sociedad industrial y sus consecuencias socioecológicas se irían construyendo lentamente.
A pesar de todo, la resistencia al maquinismo —ya sea de forma intuitiva o plenamente consciente— ha sido una constante. En 1885, ante la inminente maquinización de la Fábrica de Tabacos de Sevilla, las 6500 operarias se pusieron en huelga y salieron a la calle al grito de «Abajo las máquinas que nos roban el pan». Estas mujeres mantenían una buena relación de fuerzas frente a la empresa trabajando en cuadrillas de artesanas y eligiendo e instruyendo ellas a las aprendizas. Los patrones no buscaban tanto el aumento de la producción (disminuyendo la calidad) como un mayor poder de control sobre la producción y las trabajadoras. Frente a la resistencia de las cigarreras optaron por envejecer la plantilla, y no admitieron más aprendizas hasta conseguir introducir las máquinas. Tardaron veinte años en conseguirlo.
En 1898, Kropotkin abogaría por descentralizar el aparato industrial acabando con la masificación de las ciudades (Londres contaba ya con 7 millones de habitantes) y apostando por una vuelta al campo en unidades de explotación humanizadas e igualitarias. Sin embargo, su fe ciega en la neutralidad de los adelantos técnicos y científicos provocó que los considerara aliados incuestionables de lxs trabajadorxs.
Las ideas de abundancia, progreso y desarrollo tecnológico fueron abrazadas por la mayoría de los grupos revolucionarios, sin cuestionarse que en realidad estas ideas hunden sus raíces en el objetivo fundamental del capitalismo de crecer y acumular ilimitadamente.
En base a esto se ha aceptado pasivamente la tecnificación de la sociedad, de la que se critica su desmesura o su uso explotador, pero no su función de modelar la vida y ocultar la historia global de otras técnicas o saberes prácticos. Y sobre todo teniendo en cuenta que no se ha producido, ni de forma parcial, la construcción de maquinarias o dispositivos técnicos que tuvieran como fin la emancipación de la sociedad.
Y es que, desafortunadamente, gran parte de las «luchas sociales» pasadas y actuales en todo el mundo, son esencialmente por el acceso a la riqueza capitalista, sin cuestionar el carácter, los procesos y los artificios asociados a esta supuesta riqueza.
De ahí que consideremos fundamental poner en la palestra dos propuestas políticas: antidesarrollismo y decrecentismo, que si bien ostentan notables diferencias, también plantean numerosos espacios comunes sobre los que merece la pena investigar y reflexionar en la búsqueda de análisis críticos y propuestas que integren la complejidad del sistema, y que ahonden en las raíces del capitalismo para desmontarlo y construir colectivamente propuestas radicalmente diferentes que satisfagan las necesidades reales de los grupos sociales presentes y futuros.
Ambas propuestas cuestionan el crecimiento económico ilimitado, el progreso y el desarrollo tecnológico como falsas utopías que han auspiciado el esquilme de la naturaleza, y de los cuerpos y las mentes de las personas y grupos sociales que habitamos el planeta. Quizás, la diferencia principal entre ambas propuestas, asumiendo lo arriesgado de utilizar categorías absolutas, colocaría el antidesarrollismo más cerca de la confrontación con el modelo de desarrollo capitalista mientras que el decrecimiento se aproximaría a la construcción de prácticas y propuestas comunitarias que buscan respuesta a la satisfacción de las necesidades negando y evitando las prácticas capitalistas. Ambas cuestiones son indispensables. Y ambas tendencias asumen y denuncian la no neutralidad del desarrollo tecnológico y principalmente ponen en evidencia que un «capitalismo sostenible» es un oxímoron imposible, una invención infame que busca teñir de verde los procesos caníbales capitalistas para seguir haciendo lo mismo, pero con apariencia de cambio.
De manera que las luchas antidesarrollistas contra los trenes de alta velocidad que ponen a disposición de las clases privilegiadas los recursos de todas, para que se mueven a mayor velocidad consumiendo locas cantidades de energía, deberán ir de la mano de las propuestas decrecentistas de relocalización de la producción, desarrollo de otros modelos de movilidad, etc. Que los usos de transgénicos deberán ser denunciados, por cuestiones de salud, y por los efectos devastadores en la pérdida de soberanía alimentaria de los pueblos del mundo. Y deberán ir acompañados de la recuperación y generalización de prácticas agroecológicas que integren cuestiones puramente ambientales y aspectos que dignifiquen la vida (en toda su amplitud) de productoras y consumidoras.
Y habrá que problematizar radicalmente el mundo virtual (entre otras muchas cuestiones tecnológicas), desmontando el nuevo mito que atribuye a esta realidad la capacidad de «desmaterializar la economía», o de «democratizar la información», sin atender a la función de vigilancia social y configuración de relaciones mediadas por pantallas de luz y de color… Todo esto mientras nos afanamos en la re-creación y re-construcción de redes sociales carnales basadas en el apoyo mutuo, la colectivización y la autogestión.
La realidad nos muestra la necesidad urgente de enhebrar propuestas complementarias, y recuperar las luchas pasadas que se aferraban a otros modelos que buscaban desarrollar la vida que merece ser vivida.
1 Christian Ferrer, «Ned Ludd, fantasma», en Cabezas de Tormenta, 2004.