¡Saborrrrr! (Arenga salsera)
Voy socializar una reflexión que llevo años planteando. Tengo la «casi certeza» de que somos la cohorte social que ha experimentado la transformación más radical en los sabores de los alimentos que ingerimos. Por un lado, hemos pasado de disfrutar de tomates que saben a tomates, a tomates que saben igual que un lametón a una cortina de ducha. Por otro lado, se han inventado infinitos sabores pretendiendo emular a otros «naturales».
Todos los sabores de mi vida han sufrido una transmutación: papitas con sabor a sándwich mixto, vinagreta o wasabi; picos que saben a pizza; pasta con sabor a y color de tinta de chipirón; pepinillos con sabor a anchoas; ¡cerveza con sabor a jamón!; chicles con sabor a sandía y sandías con sabor a… ¿nada? Vamos, que estamos volviendo locas a nuestras pobres papilas en este empeño capitalista de que nada sea lo que parece y todo parezca lo que no es. Pero, ¿en base a qué?
Tengo muchas dudas. ¿Para qué papas que no sepan a papas? ¿Cómo se consiguen esos sabores? ¿Son naturales? ¿Qué le estamos arrebatando a las entrañas de la Tierra para que nuestras papilas sean sometidas a esta cuanto menos curiosa combinación de sabores? Intento recordar en qué momento esta «gama de sabores» se incorporó a nuestros «sabores cotidianos» y, aunque no recuerdo el momento exacto, sí que puedo asegurar que durante mis primeros veinte años de existencia no existían.
Casualmente, este auge de «sabores impostores» coincide con el auge del capitalismo globalizado y con cuando este alcanza su máxima expresión como sistema fagocitador y destructor de todo lo que nos permite vivir y sobre-vivir: el agua limpia, el aire, los suelos fértiles y sanos, (imprescindibles para producir alimentos) y, por supuesto, todos los materiales de la corteza terrestre, entre los que destaca el petróleo que… ¿quién nos asegura que no tiene nada que ver con estos sabores, y no solo como fuente de energía, sino como propio componente de los elementos saboreadores?
Si tiramos de historia, es innegable que el uso de la energía siempre ha estado asociado a los cambios de sabores. La energía humana y animal nos permitió pasar de sabores «silvestres» a sabores «domesticados». El fuego (con leña o con boñigas) nos permitió incorporar los sabores cocinados. Cuando fuimos capaces de usar la energía del viento y las corrientes oceánicas para mover barcos que nos llevaran a otras zonas del planeta (a expoliar y aniquilar civilizaciones enteras, aunque eso es otra historia), pudimos disfrutar en estas latitudes de los sabores del tomate o la patata. Y con las fósiles vinieron los ultra congelados, los pre-cocinados, los des-saboridos, las transmutaciones imposibles y la perdida de sabor en pro del rendimiento económico. Y de ahí una pregunta bastante inquietante: ¿cómo serán los sabores después del colapso?
La película de 1973 Soylent Green muestra una sociedad distópica en la que, en un escenario de cambio climático radical, un grupúsculo de poderosos concentran el poder político y económico y tienen acceso a ciertos lujos como carne, verduras, frutas, refrigeradores o aires acondicionados, mientras el populacho vive hacinado en pequeños edificios y se alimenta de soylent verde y rojo, un producto sin sabor y aparentemente procedente del plancton oceánico. (¡En el año 73! Y en 2015 se reúnen los «gobernantes del mundo» en la Cumbre del Clima y solo emiten brindis al sol propios de quien no piensa hacer nada por evitar la catástrofe). La historia (con asesinato incluido) al final tiene que ver con un informe que pretendían «hacer desaparecer» denunciando la muerte total de la vida en los océanos. Entonces, ¿de dónde salía el soylent? Para no pecar de spoiler (o revientaglobos), lo dejo a la imaginación de quien ande leyendo estas palabras.
Total, que ya me contareis qué sabores nos esperan como sigamos yéndonos por la tangente y no reaccionemos a tiempo. Y de los olores, ya hablamos otro día si eso.
¡Que aproveche!