La cultura y el arte, en el contexto europeo donde vivimos, se sustentaron durante siglos, primero, merced a los donativos de los reyes, nobles y autoridades eclesiásticas; después, gracias a la burguesía en los Estados modernos; y las últimas décadas, durante el denominado Estado de bienestar, a los impuestos de tod+s. En este marco de derechos sociales, siempre se ha considerado que la educación y la cultura, en su sentido más amplio, favorecen la formación e ilustración de los ciudadan*s y, por tanto, contribuyen a la cohesión social y a la calidad de la democracia. Así pues, los recursos destinados a su desarrollo son, previa decisión política, una manera de redistribución de las rentas con arreglo a un sentido compartido de la justicia social. Hasta ahora, estas ideas han formado parte del ideario social del Estado de bienestar.
Sin embargo, desde que hace unas décadas toda la producción artística y cultural se ha confundido con las «mercancías» de las denominadas industrias culturales y del ocio, parece ser que el arte y la cultura han dejado de ser bienes de uso para convertirse solo en valores de cambio. La cultura está ahora atravesada plenamente por los intereses del capital y lo que era un derecho se transforma en un eslabón más de las políticas de crecimiento. Los bienes culturales pasan a formar parte de la cadena competitiva y de este modo la economía del consumo cultural se determina, en gran medida, por las leyes de la oferta y la demanda y sus reglas de juego: invención de mitos artísticos, grandes campañas de publicidad y promoción, marketing y propaganda, complicidad interesada de los medios de comunicación de masas (incluidos los públicos, lamentablemente), producción de grandes eventos y festivales monumentales, etc. En definitiva, una sofisticada gestión de la pulsión del deseo canalizada a través del impulso del consumo compulsivo.
La cultura está ahora atravesada plenamente por los intereses del capital y lo que era un derecho se transforma en un eslabón más de las políticas de crecimiento
Tanto es así, que la parte se ha quedado con el todo y el sector industrial (fundamentalmente las grandes corporaciones del ocio y sus cómplices locales), con el beneplácito interesado de muchas instituciones públicas, se ha erigido prácticamente en el único interlocutor de todo el complejo ecosistema cultural.
Una y otra vez se trasmite que la única preocupación del mundo del arte y la cultura es el mantenimiento de su industria y no la supervivencia de un ecosistema mucho más complejo que, además de mercancías, produce una vasta y profunda red de experiencias artísticas y creativas, conocimientos científicos y humanísticos, recursos simbólicos y un extenso campo sensible para la experimentación, la curiosidad y la imaginación. Además de bienes comunes, relaciones sociales, intercambio de saberes, costumbres populares, pautas de comportamiento y, sobre todo —esto es fundamental— herramientas de producción conceptual y tecnológicas para su transformación. No podemos olvidar que la cultura, además de ser lo que nos constituye, es un medio para abrir procesos sociales renovadores e instituyentes.
Así pues, la cultura, como la vida, también es un campo de batalla político. Antes de reclamar nuestro derecho a una cultura financiada con recursos públicos, tendríamos que hacernos muchas preguntas a las que responder para ser consecuentes con nuestras reclamaciones. Valgan estas como botón de muestra para señalar algunas cuestiones que quedan por resolver antes de proponer una nueva política cultural para el bien común.
¿Es lo mismo un modelo de ciudad turístico-cultural, donde los usuarios son fugaces visitantes, que otro en el que prevalezca el valor de un ecosistema vinculado a los intereses cercanos y cotidianos de las personas?
¿Es lo mismo la falsa retórica ambientalista que promueve rascacielos y construcciones monumentales con sus correspondientes centros de arte y cultura, que una política para las pequeñas asociaciones y empresas culturales que dan sentido a la ciudad como organismo vivo?
¿Es lo mismo un urbanismo que promueva la construcción de grandes centros comerciales en la periferia de la ciudad que una política que apueste por ciudades saludables de caminos cortos?
¿Es lo mismo que las administraciones públicas inviertan sus recursos en grandes infraestructuras y eventos para el fomento casi exclusivo del deporte profesional que en el deporte escolar o la salud y el cuidado del cuerpo desde la infancia hasta la vejez?
¿Es lo mismo financiar con recursos públicos espectáculos y conciertos monumentales que apoyar redes cercanas con actividades sostenidas en el tiempo y apostar por laboratorios o escuelas de música y cine, institutos de danza y teatro o talleres de arte para todas las edades en casas de cultura o centros sociales autogestionados?
¿Son lo mismo los medios de comunicación públicos que tan solo producen para competir con los privados (por cierto, con modelos bastante obsoletos), siguiendo los mismos criterios de calidad-consumo, que una buena red de comunicación y distribución abierta y creativa al servicio de los intereses sociales, capaz de generar productos de calidad y generar trabajo digno para los profesionales y pequeñas empresas del sector?
¿Qué hay de los materiales para cine y televisión financiados con recursos públicos que han sido privatizados para beneficio de las grandes empresas audiovisuales? ¿Es lo mismo el copyright y el monopolio de derechos que las licencias libres que permiten un amplio y justo acceso?
¿Tú qué prefieres —se preguntaba recientemente el filósofo Javier Goma, nada sospechoso de revolucionario—, pagar tus impuestos de forma abstracta para que el Estado lo aplique, por ejemplo, a asfaltar los baches de una carretera comarcal o donar un cuadro al Museo del Prado con pública ceremonia de recepción incluida y placa conmemorativa que proclama al mundo tu generosidad? «He llegado a la conclusión —decía— de que, en un régimen democrático, el verdadero mecenas es el contribuyente anónimo que financia los servicios públicos que tanto nos dignifican, en tanto que el sedicente mecenas, ansioso de la desgravación, a veces solo aspira a ser un contribuyente privilegiado».
La cultura, como la vida, también es un campo de batalla político
No cabe duda de que alrededor de la cultura existe una industria, igual que en torno a la educación (libros de textos, materiales y mobiliario escolar, etc.) o a la sanidad (en este sector no solo existe una industria, sino una gran maquinaria económica que, lamentablemente, obedece mucho más a los intereses privados de las empresas farmacéuticas que a los derechos sanitarios de las personas); bienvenida sea, pero no como monopolio, no como excusa para capitalizar y privatizar los escasos recursos públicos dedicados al arte y la cultura.
En definitiva, cuando me hago todas estas preguntas y otras tantas que podríamos sumar (que podríamos decir del nuevo chollo que los banqueros van a encontrar en los créditos universitarios, de próxima implantación si nadie lo remedia) en cierto modo me cuestiono lo mismo que la filósofa Marina Garcés recientemente apuntaba en su texto ¿Están los estudiantes bien preparados?: «Una defensa de la universidad no tiene que consistir ni en su preservación ni en rendir cuentas acerca de su competitividad, sino en la apuesta radical por su carácter de institución pública al servicio de la cultura, entendida en un sentido fuerte, y de la igualdad social».