«El mundo ya los está criando, así que si una tiene un hijo que puede ser enviado a África y ser asesinado, es mejor que además de prestrarle atención al chico le preste atención al mundo. […] No es una profesión para una mujer adulta criar hijos. Es parte de nuestra vida, pero no es una especialización. Y puede ser una limitación, pero eso es solo la vida». Grace Paley, escritora y feminista, Nueva York, 1922-2007
Una mujer no es un útero. Dos pechos no hacen a una mujer. Una mujer no es una vasija ni un Seven Eleven. Mujer no es quien nace mujer. No todas las madres son mujeres. No todas las mujeres son madres.
Es simple. Es así de simple.
Del mito de la diosa a la mujer vasija
Existen más de cien imágenes paleolíticas de la vulva solo en Francia. Pero una mujer no es un útero, insisto. Según las antropólogas Anne Baring y Jules Cashford1 ,tales esculturas no intentan representar a una mujer, sino que son estatuillas que simbolizan a diosas.
Tampoco las que representan cuerpos femeninos con grandes pechos y marcadas vulvas intentan parecerse a una mujer real. Resulta que nuestros ancestros (aunque, hoy, muchxs los citen para defender su postura. Ya se sabe, la vuelta a lo natural, a los orígenes) eran más creativos que nosotros. Y adoraban a una diosa madre, a un útero cósmico de cuyos pechos emanaban gotas iridiscentes formando la Vía Láctea. Vaya, parece que su capacidad simbólica era mayor que la nuestra. Al menos, se curraban más los relatos.
Que una mujer no es un útero y que dos pechos no hacen a una mujer, es un hecho incontrovertible. No somos una vasija, un recipiente vacío en el que albergamos fetos. Todxs sabemos que ser mujer no va de eso. O, al menos, no solo va de eso.
Aunque quieran legislar sobre nuestros vientres y regular nuestros pechos como si fueran tiendas que abren las 24 horas. Ni aquí ni en Emiratos Árabes, una mujer no es un útero ni dos pechos hacen a una mujer.
En el Paleolítico se podían permitir las abstracciones que quisieran porque reconocían en el principio femenino una fuente creativa de vida, una autoridad. La espontaneidad, el sentimiento, el instinto o la intuición eran valores supremos y positivos para toda la humanidad.
Vivimos en una sociedad en la que el apelativo «femenino» es utilizado como símbolo de degradación, de inferioridad, de homogéneo, de prescindible. Una sociedad en la que la maternidad está socialmente devaluada. Médicamente, se trata como una patología —que trata a la mujer como menor de edad, incapaz de decidir— en la que se cajonea y se relega a la esfera de lo privado para pasar desapercibida, para que nadie la reconozca.
La maternidad en esta sociedad no existe. Es invisible como son invisibles todas las actividades asociadas a lo femenino. El trabajo reproductivo no obtiene reconocimiento, y, por tanto, no puede ser valorado económicamente. Y ya sabemos que aquí, lo que vale, es la pasta.
Si a esto le sumamos que la maternidad, tal y como hoy se concibe, supone un conflicto frontal con el actual sistema de producción (no quieren madres en sus empresas, pero sí necesitan a sus hijxs para sus pensiones), y que, además, condenamos a nuestra prole a una miseria segura, ser madre hoy es una locura. Y, además, si eres madre, ya sabes: no existes.
Yo decido o la trampa de la voluntad
Ante este panorama, la maternidad se vuelve un asunto espinoso en la vida de las mujeres. Una locura, lo dicho. ¿Cómo narices seguimos trayendo criaturas al mundo con la de desventajas que esto supone para nosotras?
Si, durante décadas, nuestras abuelas y madres han estado luchando por desligar a la mujer de la madre, por visibilizar otras formas de ser y estar mujer, parece que ahora sus hijas se lo estén echando en cara.
Bajo la premisa de la voluntad, del «yo decido», muchas mujeres jóvenes están regresando a un modelo de maternidad esencialista en el que la vuelta al hogar comienza a plantearse como alternativa a este sistema productivo.
Esta decisión viene avalada, a veces, de manera involuntaria, por numerosos estudios que hablan de las bondades de que las mamás estén disponibles las 24 horas del día. Hasta en la televisión pública difunden los aspectos positivos de las madres en paro.
Si te quedas en casa, no existes. Eso también está avalado por numerosos estudios.
El sistema social que nos ha tocado vivir es profundamente desigual. Intentar poner en valor la maternidad y a la mujer como responsable de una empresa social tan importante, beneficia a muchxs, es cierto, pero no siempre nos beneficia a nosotras.
No es un asunto solo de mujeres.
Sin una estructura que soporte las bajas incentivadas de maternidad y paternidad, las guarderías, que tenga iniciativas colectivas con menores, que reconozca el trabajo doméstico como empleo, y un largo etcétera, ser madre a tiempo completo no es una alternativa. «Es parte de nuestra vida, pero no es una especialización».
No es una alternativa porque además de madres somos mujeres. Porque no todas las madres son mujeres y porque no todas las mujeres son madres.
Propuestas como la lactancia a demanda o la crianza del apego dejan fuera todas estas opciones. ¿Cómo criar sin pechos? ¿Cómo crecer sin madre (biológica)? Pues se cría y se crece.
Y se crece, sobre todo, cuando no es la madre la única responsable de tu felicidad. Cuando, efectivamente, volvemos a la colectividad y el amor maternal no es la única fuente de alimento. Se cría en comunidad, no en chalets pareados de a dos.
Elegir voluntariamente algo que, a fin de cuentas, nos devuelve (casi) al mismo lugar del que partimos no es una revolución.
Si los derechos de los niñxs (y no nacidxs) acaban estando por encima de los derechos de las mujeres2, el bucle puede acabar fagocitándonos de nuevo.
Y terminar, sin darnos cuenta, nosotras, dentro de la vasija.
1Baring, Anne y Cashford, Jules, El mito de la diosa, Eds. Siruela, Madrid, 2005.
2Alina Zarekaite, Librería Relatoras, a propósito de la ley de lactancia obligatoria en Emiratos Árabes Unidos. http://elcorreo.ae/amamantar-a-los-bebes-sera-obligatorio/